No sé qué les parece a ustedes, pero a mi me da mucha alegría ver que los panaderos siguen llevando el pan puerta por puerta, como en nuestra infancia. Bueno, entonces lo repartían con borricos y ahora con furgonetas, pero el caso es el mismo: repartir el pan nuestro de cada día vecino a vecino, casa por casa.
Sé que en esto hay división de opiniones: están los puristas de la higiene, que argumentan que con tanto traqueteo y tanto manoseo el pan se ensucia, y estamos los que preferimos renunciar un poco a la asepsia total para regocijarnos día a día con esa comunión a domicilio que nos ofrecen nuestros panaderos.
El trigo y el latín son sagrados, ya lo dijo Ezra Pound, y el pan es sagrado también. No porque lo diga un poeta, sino porque lo dice el Padrenuestro: “Danos hoy nuestro pan de cada día, etcétera…” El pan es sagrado y por eso nuestros panaderos tienen algo de sacerdotes, o sacerdotisas, porque por aquí por San Pedro vienen algunos panaderos, pero a la que más veo es a una panadera, a una sacerdotisa del sacramento del pan que aparca cada mañana su furgoneta olorosa de pan tierno en la entrada de la calle Escritores Arcenses. La muchacha hace sonar levemente el pito de la furgoneta y ya las vecinas saben que ha llegado la hora de comulgar, la hora de recoger el pan, fruto del trabajo del hombre como se explica en el ceremonial de la misa.
Que nadie, por favor, en nombre de la presunta limpieza, de las vicisitudes del tráfico, o de lo que sea, nos quite la gracia de la comunión diaria, de recoger el pan de manos de un profesional que, como digo, tiene algo de sacerdote o sacerdotisa. Y es que el pan no es un alimento normal. El pan, según nos enseñaron nuestros viejos, es el alimento por excelencia, el sagrado derecho de todos los seres humanos a vivir de los frutos de la tierra.
Mi abuela, que cada mañana se asomaba a la puerta de su casa, en la calle del Molino, para recibir el pan que traía la burrita del panadero, tenía muy claro que el pan es sagrado. Es más: cuando se nos caía un trozo de pan nos decía que le diésemos un besito y nos lo comiéramos, porque ese era el cuerpo de Dios. Será por eso que en mi casa no se tira ni una gota de pan, porque no es decente tirar a la basura un trozo de Dios. Así que cuando veamos a un panadero repartiendo en su furgoneta, tenemos que saludarlo con el mismo respeto con el que saludamos a Don Manuel el cura. Al fin y al cabo, uno confortándonos el alma y otros el estómago, están contribuyendo a nuestra dignidad, a nuestro alimento espiritual y físico.
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