Resulta verdaderamente pasmoso, en el mejor sentido del término, que una película de la madurez narrativa y estilística de la húngara que nos ocupa, ‘El hijo de Saul’, sea una ópera prima. Asombra constatar que es cierto que aporta una visión inédita del Holocausto. Más aún, si consideramos algunas de las cintas tan notables, y tan diferentes entre sí, que se han rodado sobre el tema.
Porque nunca nadie, hasta ahora, se había internado en las mismas entrañas del horror, en el territorio del infierno. Su realizador, László Nemes, sí que lo hace. Con la cámara al hombro, a la altura de su protagonista, oliendo, mirando, respirando lo mismo que él. Sin abrir el plano más que, muy brevemente, en las mínimas escenas exteriores. Sin darle, ni darnos, tregua alguna.
Todo ello integrado en un contexto, en una puesta en escena, en la que las acciones que ocurren alrededor, y-o simultáneamente, al ansioso devenir del personaje por tan siniestro espacio, son entrevistas y difuminadas como telón de fondo. Con lo cual, resultan más impactantes, vívidas y aterradoras que si hubieran sido mostradas frontalmente. Lo mismo cabe decir del sonido… Una experiencia sensorialmente demoledora.
Demoledora, sí. Desasosegante, sí. Incómoda y brutal, sí. Pero nunca emocionalmente manipuladora. Porque en esta historia de Saul, el componente de un comando de prisioneros judíos de Auschwitz -llamados los portadores de secretos- que añaden plazos a la atroz muerte anunciada, colaborando en los trabajos más sucios y terribles en torno al antes, durante y después de los hornos crematorios. Porque en esta historia del hombre que se obsesiona con un niño, al que toma por su hijo, no se juega con los sentimientos, sino con los hechos.
Hechos como que los cuerpos de las mujeres prisioneras, dedicadas a los trabajos más serviles y también supervivientes a corto plazo, sirven de desahogo a sus compañeros de infortunio y a los oficiales. Víctimas de las víctimas… Hechos como que los cadáveres de los-as gaseados-as son llamados “piezas”. Hechos como los llantos infantiles, los golpes desesperados e inútiles, en las paredes de la letal incineradora.
Hechos como las paletadas para aventar las cenizas. Hechos como la deshumanización extrema y la anestesia total ante el destino de los-as otros-as, porque hay que ganarle tiempo al tiempo. Hechos como el violento frenesí de idas y venidas, con los gritos y las órdenes de los verdugos de fondo… Hechos como que estos hechos ocurrieron en pleno siglo XX, para vergüenza de la llamada humanidad.
107 minutos de metraje. Su guión lo escriben el director y Clara Royer. La tenebrosa, y magnífica, fotografía la firma Mátyás Erdély. La música, el espléndido sonido, László Melis. Con un excelente Géza Röhrig, al frente de un reparto coral. Globo de Oro a la Mejor película de habla no inglesa. Gran Premio del Jurado y Fipresci en Cannes. Nominada al Oscar por su país a la Mejor película de habla no inglesa, entre muchos otros reconocimientos más. Es una de las elegidas para debatir en nuestra próxima tertulia del miércoles, 3 de febrero.
¿Se ha escrito ya que la visión de esta cinta extraordinaria es obligada e imprescindible? Pues escrito queda.
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