José Bergamín (1895-1983) fue republicano hasta la muerte. Poeta, ensayista y dramaturgo de la Generación del 27, Bergamín fue uno de los más incisivos críticos de las tenebrosidades de la Transición española, sobre las que expuso sus opiniones sin morderse la lengua, lo que le valió verse excluido por una proterva conspiración de silencio en la que concurrieron conservadores y progresistas institucionales. Con sus destierros a cuestas, acostumbrado a huir a galope tendido sin tiempo de hacer las maletas, Bergamín tuvo que inventarse una retadora y oblicua forma de exilio en el País Vasco, que él decía no considerar parte de España, aunque tal vez entendiese que fuera el reducto más primitivo y enquistadamente español, o más bien ibérico, de los territorios estatales. Esta labor de denuncia, en torno a unos acontecimientos de los que fue testigo directo, la llevó a cabo en diarios y publicaciones periódicas de Euskadi.
Bergamín dijo, entonces, cosas como éstas: “Desde un principio hubo un indecoroso consenso. Renuncia a la ruptura y paso a la continuidad reformadora que, con el pretexto de su impotencia aterrorizada fue el mejor colaborador —digamos cómplice— de la trampa y de la impostura política estabilizadora de sí misma. La reciprocidad del terrorismo estatal lo falseó y falsificó todo hasta pudrirlo (...) Desde 1975 hasta hoy (1979) vivimos y morimos los españoles una trágica interinidad. Es lo que llamaría el historiador Leizaola, gozosamente, un interregno. Un intermedio trágico-grotesco. Un entretanto aterrador. No ha sido solamente la pantomima de los estatutos que trata de desbaratar la entereza de todos y cada uno de los pueblos de España, su interregno (entre los dos reinos del franquismo para perpetuarlo) sino su constitución solapada, invisible y omnipresente que los sustenta en su enorme vacío estatal. Pero la computadora referenduménica lo soluciona todo. Pues bien amigos 'dejad que los muertos voten a los muertos'” (“El interregno, 1975-1979”, Egin, 29. 10. 1979). Para Bergamín las provincias Vascongadas eran la Isla del Preste Juan o de Pentessona. Allí se hizo, equivocadamente, afecto al abertzalismo, porque eso le colocaba en la oposición metafísicamente más extrema a la España oficial.
Sobre la Constitución de 1978, escribió: “Con su trampa y cartón correspondiente se ha engendrado y se ha hecho una Constitución monárquica por primera vez en España (notadlo bien pues tantísimas veces nos lo han repetido sus vocingleros propagandistas referenduménicos) por primera tan democrática, tan libre, tan única que en ella caben todas las tendencias políticas, todas las creencias, todas las ideas y sentimientos, todo, en fin, lo que los españoles podemos y debemos apetecer, y hasta soñar, mejor. De tal modo, que se nos promete con ella (si del dicho al hecho constitucional no hay tan gran trecho como nos figura y se les figura hasta a sus propios engendradores y hacedores) aquella España una, grande y libre que soñó y creyó haber logrado el caudillo Franco” (“He aquí el tinglado”, Punto y Hora, 6. 11. 1980). Bergamín propuso una solución para el embrollo de las tendencias separatistas en el predio hispánico: “La opción política de los pueblos peninsulares es muy clara: o Unión Nacional de pueblos independientes o Estados Unidos de España. Y nunca más monarquía incuestionable que es un crimen de lesa patria: como siempre lo fue” (“Avisos y cautelas para clerizontes y leguleyos”, Egin, 22. 4. 83). En lo más recóndito de su alma, Bergamín creía, a su manera, en la unidad de España; como creía (heterodoxamente) en el catolicismo: “yo he sido siempre fiel a la Iglesia Católica, pero a la Iglesia Católica sobrenatural, invisible, a la que Bernanos llamaba la Iglesia de las Actas”. (“José Bergamín-Alfonso Sastre. El testimonio de la resistencia”, Punto y Hora, 10-17. 10. 1982).
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