A poco que se baje la guardia, los tiempos tratan de volver. Y lo suelen hacer a través de atávicas figuras. Suelen estar bien alimentadas, vestidas y revestidas de aureolas que tanto sufrimiento ha traído a la humanidad en el transcurso de su historia.
La aureola no es gratuita. Suele ser represiva, deformada, angosta y lúgubre en su más insidioso contenido y contexto.
El contexto, por religioso, es sabido que participa de las bienaventuranzas divinas y por ende de las bulas papales u otras que parecen no llegar a todos los sitios y prosélitos. En este sentido, los hay que han destapado la otra cara, la menos aparente de la célibe y no menos antinatural asunción de la vida.
Las iglesias, a través de sus más fervorosos sufragáneos, no deja de tanto en cuanto – y cada vez más a menudo – de tentar la suerte y pretender poner patas arriba lo imposible, que en la historia de la humanidad ha constituido el epicentro, vértice y esquina de cualquier era: el fornicio y todo lo relacionado.
También de tanto en tanto, algún obispo, mulá o rabino… de aquellas características, conocedor como debe de serlo de tanta miseria, injusticia y guerras, hambre y vulneración del verdadero mandamiento divino que aquellas iglesias (genérico) han venido callando en las diferentes épocas empecinadamente - en Grecia se han venido abandonando a los niños por la paupérrima situación económica – venga a decirnos ahora, por ejemplo, que fornicar entre adultos, como libre elección y manifestación de unos sentimientos o placer mancomunado es pecado, cuando menos resulta apocalípticamente retrógrado. Cuando más, un vejatorio insulto al ser humano y señal de la íntima frustración de no ejercer tal natural, bello y satisfactorio mandato de la naturaleza.
Ya que personajes de esta guisa parecen tener soluciones para salvar nuestra alma del pecado, no estaría de más recordarles los itinerantes y no todos aireados casos de pedofilia que se han venido conociendo dentro de los séquitos y juramentados célibes de las distintas congregaciones religiosas.
Siempre han sido oscuras y ciertamente crueles las actitudes inquisitoriales que en nombre de la deidad (sea cual fuere su nombre) han regado el tortuoso avance del pensamiento humano. Y cual ciclo interminable, las diferentes épocas vienen demostrando que, en virtud de las malformaciones humorales de ciertos personajes instalados en el poder, han venido repitiendo o intentándolo al menos, llevar a los más desfavorecidos a acatar, al borde del abismo, los postulados más inconfesos de maldad y abolición de libertades.
Nos cabe la responsabilidad, ineludible diría yo, de apartar definitivamente estos atávicos nudos de oscuridad y entes propiciatorios del verdadero mal que constituye el fornicio mental que nos proponen.
Bajo directrices y controversias divinas escritas en no sé qué volumen sagrado, por no sé quién y en aras de qué elevados transmisores de la voluntad divina, cual chamanes, airean el miedo y proponen las llamas. Pero no en el infierno, si no aquí, en el paraíso, en la tierra, único lugar del que podemos dar constancia de su existencia.
Voluntad divina esta, que por cierto no se despliega benefactora ante el ostracismo en que se ve inmerso un continente como es África, cuna de civilizaciones, o Palestina, acorralada por la tribu de Jehová, o tantos otros lugares de este pequeño globo donde pareciera que Dios no existe. Incluso en nuestra casa, este país que deambulamos día a día, no dando crédito a la estrafalaria figura del concubinato que supone dios y el poder para quienes, desde su esfera, intentan vaticinar el origen de nuestros males, sin darse cuenta que son ellos.
Faltaría espacio para citar cuantos asuntos tendrían que ser mitigados por los evangelizadores divinos, vestidos de púrpura y aura grotescamente conseguida por el mero y fornicado ascenso en la escalera del establishment.
Ya lo dice la Voz actual cuando hace mención a que la iglesia (genérico 2) no ha de ser “una secta para privilegiados sino una familia hospitalaria” acogedora y con las puertas abiertas para no parecer sólo un museo. Menos aún en el estado de cosas que se están dando ante las que nos quedamos perplejos por falta de unanimidad de criterios en la censura y oposición permanente de todas las iglesias, todas las naciones y todos pueblos: la injusticia no divina que se está cometiendo con tantos pueblos hoy en conflicto como el de Siria, y sobre todo con sus ciudadanos refugiados.
Mejor tener concierto con libertad. Ya tenemos bastante con el fornicio que supone emparentar el pensamiento, la libre elección, el verdadero sentido común y el respeto.
Que no vengan a tergiversar el diccionario de la más humana disposición a ser felices.
Envía tu noticia a: participa@andaluciainformacion.es