La prueba del alumbrado, como se denomina al encendido de las 237.000 bombillas del recinto de la Feria de Abril y las 25.000 de su portada, se producirá a las doce en punto de esta noche, con esa exactitud que los sevillanos reservan para sus fiestas, en este caso para la más alegre.
A ese cuarto de millón de bombillas habría que sumar los centenares de ellas que iluminan el interior de cada una de las 1.050 casetas de la feria -la gran mayoría de ellas privadas y de acceso restringido a socios e invitados-, pero ese cálculo todavía no ha habido quien lo haga.
Ese cálculo podría rozar lo imposible si hubiera que añadir las luminarias y neones de la Calle del Infierno, incierta denominación con que se conoce el recinto reservado a las atracciones porque no se trata de una calle sino de varias por más que ni el Dante, eso sí, se atreviera a soñar un averno tan ruidoso.
El cálculo, si alguien lo hiciera alguna vez, no revelaría nada nuevo sino que remitiría a la desmesura que distingue las grandes celebraciones sevillanas, de ahí que al departamento municipal que las gestiona parece que se le haya quedado pequeña su denominación de Fiestas Mayores y ya fuese más descriptivo el de Superlativas o Únicas.
Si en la Semana Santa no ha concluido el ya añoso debate de los "números clausus" para el enorme ejército de nazarenos, en la Feria se llegó a establecer para el número de carruajes y monturas que, literalmente, colapsaban las calles de la Feria en las horas de la tarde, un límite que estos años de crisis se han llevado por delante.
La crisis o sus coletazos también habrá quien los mida por la cantidad de botellas de vino fino y de manzanilla que se consuman cada día, por las toneladas de basura que se retiren diariamente, por el número de viajeros que utilicen las líneas especiales de autobuses que conectan con la feria, por los cientos de miles de personas -el cálculo habrá de ser aproximado- que lleguen cada día, o por las 13.000 plazas extras de Renfe.
Cálculos nada pesimistas sitúan en 700 millones de euros el impacto económico de la Feria, la cual habrá que definir como un negocio redondo si se tiene en cuenta que son 700.000 los euros invertidos en infraestructuras y servicios.
Seguro que todas esas cifras, esa desmesura sin desproporción aparente, esos números llenos de ceros más propios del Guinness que de una tradición, tienen mucho que ver con la alegría de la fiesta que transcurre bajo líneas de farolillos que parecen infinitas y que dispone de un traje femenino que siempre favorece, independientemente de tallas y estilos.
También dispone la fiesta más alegre de un género musical y una danza propia de nombre tan explícito, sevillanas, como la sensualidad que conlleva su ejecución, por menos académica que sea en la mayoría de las ocasiones o por más que, en otras tantas, no deje de ser un mero tributo al dios Baco.
El estallido de color de la Feria, sostenido toda una semana a base de vestidos de flamenca, abanicos, mantillas, mantones, carruajes, jinetes y amazonas, hasta que le ponga fin el también sonoro estallido de los fuegos artificiales el domingo próximo, condena a la alegría a los más reacios y termina integrando a los más extranjeros.
Los mismos colores y el mismo aire de fiesta se apreciarán cada tarde en la Plaza de Toros de la Maestranza, donde la elegancia y la alegría son compatibles, como si el coso fuese una embajada del Real de la Feria en una heroica ciudad que, estos días, como le sucedía a la Vetusta de Clarín, duerme la siesta.
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