Notas de un lector

No es el mar, es el invierno

Teresa Rosenvinge, madrileña del 57, y de ascendencia danesa, ha pergeñado un libro unitario y de muy grata lectura, donde la nostalgia y el amor -¿el desamor?-, sobresalen como hilo temático del mismo

La colección de poesía el levitador, de la editorial Polibea, alcanza su número 50. Sin duda, una excelente noticia dentro del complejo mercado del libro actual, y un espléndido ejemplo, a su vez, del rigor y del empeño que ha puesto desde sus inicios el director del citado sello, Juan José Martín Ramos.
La alternancia de voces consolidadas -Javier Lostalé, Ana Rosetti, Miguel Losada, José Ángel Cilleruelo, María Antonia Ortega, José Cereijo, Jaime Alejandre…-, con la de otras, ya muy significativas-Beatriz Hernanz, Francisco José Martínez Morán, Verónica Aranda, Ana Martín Puigpelat…-, está conformando un catálogo tan sugerente como notorio. Mas también caben en esta aventura, autoras y autores que inician su andadura en el verso, y cuyo primer poemario ve la luz al par de tan solidaria realidad lírica.

     Tal es el caso de “No es el mar, es el invierno”, de Teresa Rosenvinge. Esta madrileña del 57, y de ascendencia danesa, ha pergeñado un libro unitario y de muy grata lectura, donde la nostalgia y el amor -¿el desamor?-, sobresalen como hilo temático del mismo.
En su prefacio, el citado Juan José Martín Ramos, anota que es esta una “poesía de la mirada, más que proporcionalmente del lenguaje” y que tal mirada, “pone en escena para nosotros mares, playas, carreteras, caminos, calles, pero también casas, ámbitos domésticos, estancias de historia personal”. Y, en efecto, el lector hallará ante sí un decir de corte cuasi biográfico, confesional, que deviene en una sincera complicidad: “Llevo tiempo mirando/ el cielo desde mi ventana./ Veo poderosos cielos azules/ y cielos rasgados por las manos/ de Dios./ Veo amaneceres fríos/ y anocheceres con tormenta”.

     En su primera parte, “No es el mar”, Teresa Rosevinge memora un ayer del que el inexorable paso del tiempo ha ido despojándola. Esas pérdidas, se articulan como objetos e instantes a los que pudo y quiso aferrarse, pero que ya no son sino íntima elegía, melancólica remembranza: “La casa está sola/ en la playa (…) No hace mucho tiempo/ hubo fiestas/ y se escuchó la música (…) Nadie llama ya  a su puerta./ Sólo el mar, inexorable,/ la está rodeando,/ la destruirá y la hará suya./ Entonces,/ solamente unos cuantos sabremos/ que allá hubo una casa/ a la que se llevó el mar,/ como a una novia”.
Como coda a este primer apartado, “GammelSkagen”, es un muy bello poema que canta y homenajea a sus raíces (“Mi tierra está al Norte/ de Jutlandia”), un espacio de belleza y dicha, donde sólo viven “familias felices,/ personas contentas/ con lo que son”.

    En su segunda sección, “Es el invierno”, la poetisa madrileña tatúa en su decir la soledad que tan bien conoce y tan bien resiste, y se afana en cobijarse bajo las luces, las estancias, las estrellas…, que puedan confortarla, a sabiendas de que cuanto resta es“una felicidad imperfecta”, pues, al cabo, “falta tu mano sobre la mía”.

    En su epílogo, Ángel Rodríguez Abad escribe que los versos de Teresa Rosenvinge “nos tocan y nos iluminan”. Y no le falta razón, pues en la pulsión y en la lumbre que atesoran, reside la virtud mejor de una poesía que abraza y que conforta, que torna en claridad lo enigmático.

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