La ofensiva de los países árabes en Yemen contra la milicia de los hutíes Ansarolá, "agresión inmoral", según unos, o acción para "combatir a los rebeldes y rescatar al país", según otros, ha vuelto a poner en evidencia la vieja enemistad entre suníes y chiíes que subyace en cada conflicto en Oriente Medio.
El cisma entre las dos principales ramas del islam, acaecido hacia el año 680 en el desierto de Mesopotamia por una diferente interpretación sobre quien era el legítimo sucesor del profeta Mahoma, aún sigue marcando las crisis regionales, a las que se le han ido sumando problemas geoestratégicos, económicos y políticos.
Y éstos no han hecho más que añadir combustible a un conflicto mucho más antiguo que los Estados que ahora están envueltos en el mismo.
El caso yemení enfrenta en esta ocasión a Arabia Saudí y a Irán como los más poderosos representantes de ambas ramas del islam, los primeros como los ricos defensores de una de las visiones suníes más ortodoxas y conservadoras, y los segundos como el país más grande en el que el chiísmo es el credo oficial y sus practicantes una abrumadora mayoría.
Ambos países, envueltos en una lucha más o menos velada sobre la hegemonía regional, están recrudeciendo sus conflictos toda vez que Irán, en pleno proceso de deshielo y aproximándose de forma inusitada a Occidente con sus negociaciones nucleares, mantiene o incrementa su influencia en territorios que fueron controlados por árabes suníes, como Irak, o donde estos tratan de tener mayor dominio, como Siria o Líbano.
En Yemen, donde la población es mayoritariamente suní, pero que cuenta con una importante minoría chií de entre un 20 % y un 45 % de la población, según las fuentes que se usen, las visiones y el lenguaje que ambos emplean sobre el conflicto no pueden ser más opuestos.
Así, para los países de la coalición que inició la ofensiva aérea el pasado jueves (Kuwait, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Egipto, Jordania, Marruecos y Sudán, además de Arabia Saudí) el argumento es apoyar al gobierno de Abdo Rabu Mansur Hadi, presidente yemení, suní, obligado a dimitir el pasado mes de enero tras una revuelta popular liderada por chiíes.
Hadi pidió ayuda militar para volver al poder y eliminar a los rebeldes, a su juicio instigados y apoyados con dinero y armas por Irán, con el objetivo de instalarse en el "patio trasero" de los árabes, y eso es lo que ha obtenido.
Desde Teherán se responde que Hadi dimitió y que, en todo caso, nunca fue elegido de forma muy legítima ya que fue el único candidato en las elecciones que lo llevaron al poder en 2012.
Además de negar cualquier apoyo a Ansarolá más allá del "moral y político", los iraníes recuerdan que el predecesor de Hadi, Ali Abdalá Saleh, chií y hoy aliado de los hutíes junto con parte del ejército yemení, también fue derrocado por un movimiento popular al que ningún país de la región intentó aplacar.
El apoyo estadounidense a la intervención también es motivo de crítica para los chiíes, que acusan a los árabes de ser "títeres" de Washington y por supuesto de Israel, que según ellos está participando en los bombardeos sobre las ciudades yemeníes.
Irán y con él otros países o grupos chiíes no hacen más que advertir sobre la "inmoralidad" del ataque y subrayar que éste fracasará, al igual que cualquier otro intento de intervenir en los asuntos internos del Yemen.
Analistas iraníes afirman que estas acciones, lejos de pretender poner a Hadi de nuevo en el poder, lo que buscan en primer lugar es desestabilizar las negociaciones nucleares de Irán con los países del Grupo 5+1 cuando ambas partes parecen estar próximas a un acuerdo.
Además, Riad querría compensar en Yemen el fracaso de sus políticas de apoyo a grupos "terroristas" como el Estado Islámico y Al Qaeda en Siria e Irak, a los que Irán estaría combatiendo y derrotando sobre el terreno, en otro ejemplo claro de esta fractura entre las dos ramas principales del islam.
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