[Imagen: La infancia de Cristo, de Gerrit van Honthorst (1590-1656)]
Se sabe muy poco de la niñez y la adolescencia de Jesucristo. Las fuentes que ofrecen más información al respecto son los Evangelios Apócrifos del ciclo de la Infancia en sus cuatro obras más características: Evangelio de la Infancia del Pseudo Tomás; Evangelio Árabe de la Infancia; Evangelio Armenio de la Infancia y la Historia de José el carpintero. Los textos apócrifos aspiraron a completar el relato de los canónicos cubriendo los vacíos que estos presentaban. Dicha operación se lleva a cabo en un marco de cultura popular en el que confluyen numerosas influencias, como los abundantes materiales procedentes del gnosticismo o del entorno hindú, independientemente de una infinidad de tradiciones y leyendas locales a su vez mezcladas con otras foráneas de orígenes diversos. Y todo ello envuelto en la más exaltada fantasía oriental, con su inevitable y pintoresca carga de elementos mágicos, milagrosos, esotéricos, cabalísticos y demás formalizaciones de la histeria colectiva.
En este ciclo apócrifo de la Infancia la imagen que se transmite del Niño Jesús resulta a menudo bastante chocante. Se trata de una criatura difícil, con mal genio, deslenguado, prepotente, soberbio, déspota, queriendo siempre ser el protagonista, regañando con frecuencia a sus padres, a sus maestros y a los viejos. Pero lo peor de todo es su talante violento, así como su manifiesta inclinación por el castigo y la venganza. Un niño dispuesto en todo momento a hacer uso de sus poderes sobrenaturales para liquidar o dañar a cualquiera que le cayese mal o le llevara la contraria, como una encarnación de una divinidad más bien de tipo veterotestamentario que de un Dios que es esencia de amor absoluto e infinita misericordia.
Unos ejemplos sacados del Evangelio del Pseudo Tomás: Este escrito, cuya primera elaboración puede fecharse a finales del siglo II y del que se conservan cuatro redacciones, se atribuyó, después del siglo III, a Tomás el apóstol, pero lo más seguro es que su autor fuera un cristiano helenista no demasiado experto ni en la lengua hebrea ni en su literatura. Se suele manejar la denominada Redacción Griega A, que es la más extensa de acuerdo con el texto fijado por Tischendorff en 1856. He aquí una sucinta relación de episodios:
Jesús, con cinco años, se entretiene construyendo pequeñas balsas en el cauce de un arroyo; en eso viene otro niño y le estropea el invento. Jesús le increpa y le dice: “pues ahora te vas a quedar tú seco como un árbol, sin que puedas llevar hojas ni raíz ni fruto”, y el niño muere.
Un mozalbete que iba corriendo tropieza con Jesús, y éste le increpa: “no proseguirás tu camino”; y, de inmediato, el muchacho cayó muerto. Ante tales incidentes, algunos vecinos se quejan a San José, quien, tras pasar el bochorno, reprende a Jesús. En venganza, Jesusito deja ciegos a todos los que habían ido con protestas a su padre putativo.
Jesús entra como alumno del rabino Zaqueo. Nada más empezar a explicar el maestro el alefato, Jesús lo insulta calificándolo de ignorante, y empieza a hacerle preguntas complicadas que Zaqueo no sabe contestar. A continuación, el divino Niño suelta una lección magistral y el rabí queda humillado delante de toda la clase. Zaqueo, espantado, se deshace de Jesús y le dice a San José: “este chico no ha nacido en la Tierra”. De aquí pudo haber salido la peregrina teoría de que Cristo era un extraterrestre. Luego Jesús curó a todos aquellos a los que había dejado ciegos, con lo que consiguió fama de taumaturgo y acojonó a todo el personal.
Otro día, el futuro Salvador (¿?) del género humano estaba jugando con unos amigos en una azotea, y uno de ellos cayó desde lo alto y se mató. Los padres del difunto culparon a Jesús, pero éste resucitó al fiambre para que le sirviera, antes que nada, como testigo de su inocencia.
Al cumplir los ocho años, San José lo puso en manos de otro educador. La jornada inicial comenzó también con el alefato y el Redentor nuevamente dejó en evidencia al pedagogo, quien le sacudió al Santo Niñato un mamporro en la cabeza. Jesús lo maldijo y el pobre hombre murió al instante. Cuando el Niño Dios obraba prodigios benéficos lo hacía, en realidad, como un alarde de fuerza y con ostensible fanfarronería. Laus Deo.
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