El sexo de los libros

Caballero Bonald: \'Laberinto de Fortuna\'

La materia fabrica fantasmas como desafío a su propia opacidad. A la poesía (a la literatura) no le queda otra salida que, como defendía Michel Leiris, transformarse en una tauromaquia para, de esta forma, evitar verse rebajada a una sucesión de “vanos pasos de bailarina”.

  • J. M. Caballero Bonald

Los laberintos literarios suelen surgir como consecuencia (o en el seno) de los laberintos históricos. El Laberinto de Fortuna del cordobés Juan de Mena (1411-1456) se explica por la Castilla de Juan II y del Condestable don Álvaro de Luna: un desdichado periodo de discordia y confusión; y además (siniestro trasfondo), por esa celtibérica inclinación hacia las guerras civiles que llegarán a convertirse, con el tiempo, en españolísimas ceremonias recurrentes. Mena entregó al rey Juan su obra el 22 de febrero de 1444. Aún no existía la máquina de Gutenberg. Sostiene Bataillon que la primera edición impresa de este libro fue la de Salamanca en 1481 o 1482. En las páginas del poeta de Córdoba cohabitan la intención moral y los ideales políticos (enemigo de la corrupción, proclive a Luna, sutilmente antiaristocrático, partidario de reanudar la Reconquista y de la unidad peninsular); en el Laberinto de Fortuna de José Manuel Caballero Bonald predomina una ética de la expresión que asume una experiencia de los límites en lo político: ese fundamento de permanente indocilidad palpable en toda la obra del autor de Ágata, ojo de gato; una arraigada sensación de malestar frente a las estrategias del poder o incluso frente al propio fenómeno del poder. Subversión artística y política: rebelarse contra la simpleza y la insipidez de los cánones convencionales, contra el engañoso y estupefaciente facilismo promovido por un orden público nada fiable. Lo difícil es revolucionario.


El Laberinto de Bonald es un inquietante homenaje, publicado en el orwelliano 1984, al controvertido compositor de Las Trescientas. Escribía a este respecto el poeta jerezano: “Nada parece impedirme ahora que, a un desnivel de quinientos años, rememore y agradezca todo ese ejemplar esfuerzo de dignificación creadora. Por eso —y por algún motivo más extravagante— titulo este libro como Juan de Mena el suyo”. En el Laberinto de Fortuna de Bonald convergen, de entrada, el barroco, el legado surrealista y el diabólico non serviam; pero ya todo ello como sustrato de una voz dotada de incuestionable madurez y singularidad. El paralelismo con Mena representa (contemporáneamente) el rechazo al degradante conformismo de un lenguaje en precario, a la mortífera insuficiencia lingüística más o menos maquillada con ese falso ingenio que delata a los impostores bendecidos por la sociedad del éxito: “La escritura obvia, explícita, directa, —afirma Bonald— tendrá algo que ver con el oficio de escribiente, pero no con el de escritor. Incluso me permitiría apuntar a estos efectos, con la debida exageración, que la sencillez puede llegar a consistir en la excusa de los inexpertos”.


El gran mérito de Juan de Mena, ha dicho Caballero Bonald, fue “instaurar una lengua poética en medio de un castellano todavía incierto”. La lengua es la esencia del Laberinto de Mena. Así la Maga de Valladolid, a través de sus maleficios, consigue que hasta los muertos hablen: Con ronca garganta ya dize: Conjuro, / Plutón, a ti, triste, e a ti, Proserpina, / que enbiedes entranbos aína / un tal espíritu, sotil e puro, / que en este mal cuerpo me fable seguro (CCXLVII). Por el Laberinto de Bonald transita también un cadáver locuaz que formula preguntas: la llamada de ese maldito muerto que desea saber qué horrible cosa está pasando. Saltan las alarmas, pero El Justicia Mayor acaba de dictar su veredicto: hay que acallar definitivamente al muerto. No sea que éste se exceda en sus pretensiones.


Búsqueda de la palabra exacta e irreemplazable. El poema “Femme nue” lo inicia Caballero con un perverso aforismo: La trasgresión de la lógica conduce al predominio de la maravilla. Un proceso que empieza y termina en el lenguaje, a la vez punto de partida y de llegada, culminación y método: Es como si cada signo extraviado en el silencio reencontrara la palabra que significa todas las palabras. Un idioma donde el tiempo y la memoria confluyen en un espacio de fascinante indeterminación y enigmática lucidez: Mi oficio es esta forma de imponerle al recuerdo una distinta ambigüedad, este soberbio modo de hacer más seductora una experiencia que habrá quien considere deleznable: cuanto aquí dejo escrito legitima eso otro que nunca escribiré.


La materia fabrica fantasmas como desafío a su propia opacidad. A la poesía (a la literatura) no le queda otra salida que, como defendía Michel Leiris, transformarse en una tauromaquia para, de esta forma, evitar verse rebajada a una sucesión de “vanos pasos de bailarina”. Algo más que un atisbo de pánico se percibe en “La botella vacía se parece a mi alma”; algo más que un presagio nefasto de rutinas domésticas: Qué aviso más penúltimo amagando en las puertas, los grifos, las cortinas. Qué terror de repente en los timbres. La incesante quiebra de lo real no es cuestión que pueda abordarse desde la resignada perspectiva del voyeur ni desde el anacrónico optimismo turístico del maestro Pangloss. Se derrumba finalmente la ilusoria hipótesis de la reconstrucción del ser: Ojo desorbitado que mira a ningún sitio, ciego como el estático poderío de un vórtice. Se disuelven, como diría Caballero Bonald, los “berenjenales ontológicos”.

 

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