El sexo de los libros

Hitler: \'Mi lucha\'. Si yo mañana fuese Führer.

Entre 1919 y 1933 se sientan las bases de lo que se llamó la \'revolución conservadora\' (¿les recuerda algo reciente esta expresión? ¿Reagan, Thatcher?)...

  • Alemania nazi

Según Stirner, el error de Feuerbach consistió en sustituir a Dios por el hombre y a la ley divina por la humana; y el error de Bauer fue considerar el pensamiento como algo superior al Yo y creer que el debate teórico bastaba para derrotar al poder establecido.  Dos errores que continúan plenamente vigentes en el mundo contemporáneo. Contra el funesto idealismo de la filosofía especulativa, Stirner sostiene, al igual que Schopenhauer, que la voluntad es anterior y superior al pensamiento: “El poder egoísta cierra la boca a los pensadores”.

Hitler no era un ignorante, sino una persona relativamente instruida que poseía una intensa vida interior y logró condensar (que no construir) una concepción del mundo en cierta medida original. Sólo en cierta medida.

Siempre será mejor saber que no saber y siempre es mejor superar los prejuicios dejándolos a un lado, que es siempre el lado eterno de la propaganda.

En principio, Hitler sabía lo que tenía que saber para alcanzar sus objetivos. Más tarde, en su fase de imparable decadencia, no sólo perdió su específica sabiduría sino que, además, incluso perdió de vista sus verdaderos objetivos, a pesar de que poseía una memoria de elefante. Respecto a su extraordinaria capacidad de retentiva circularon muchas leyendas, como la célebre de Josef Greiner, quien aseguraba que el Führer podía recitar de corrido los 25.000 versos del Parsifal.

Cuando, después del fallido golpe de Múnich en noviembre de 1923, estuvo en la prisión de Landsberg (“en el ala de los mariscales”), leyó muchísimo, hasta con cierto orden y coherencia; pero, como suele ocurrirle a la mayoría de los autodidactas, se inclinaba con excesiva facilidad hacia el dogmatismo y el fanatismo, vicios que supo transformar en virtudes demagógicas con las que llegaría a fascinar a sus auditorios.

Insistir demasiado en la locura de Hitler significa, consciente o inconscientemente, concederle el estatuto de irresponsable, lo que podría suponer un primer paso, no digo hacia la justificación, pero, tal vez sí, hacia la condescendencia en relación a esta trágica figura. Porque, si bien lo parece, no es estar loco digerir con total naturalidad la conclusión de Vacher de Lapouges: “La idea de justicia es una mentira. Lo único que existe es el poder”, algo tan radicalmente exacto y real que no necesita demostración porque, hasta el presente, lo estamos comprobando todos los días. Así ha sido desde la famosa noche de los tiempos. El poder por encima de la justicia.

Hitler fue un fundador de Historia que dejó acabado el trabajo sucio de un movimiento transnacional de reestructuración de los mercados. Los que vinieron detrás, bajo el estandarte de la democracia liberal, se aprovecharon de ello con evidente rentabilidad.

Durante la Primera Guerra Mundial, de la que salió convertido en héroe, el "cabo bohemio" jamás se separó de una edición de bolsillo de El mundo como voluntad y representación (Arthur  Schopenhauer), obra en la que se enfrascaba siempre que disponía de algún tiempo libre, lo que era un tipo de distracción infrecuente entre la tropa.

Hitler era muy elocuente en distintos registros, pero sobre todo en el uso del lenguaje popular debidamente mezclado con una agresiva y grandilocuente retórica ultranacionalista, totalitaria y canibalescamente racista. Pero él decía exactamente lo que la mayoría  del pueblo alemán quería oír en aquella situación histórica. Y la mayoría de los alemanes lo siguieron llenos de esperanza —y de odio— después de aclamarlo como un héroe redentor. El desprecio de Hitler hacia el oriente europeo se refleja en una de sus ingeniosas hipérboles a ras de suelo: “Prefiero ir andando a Flandes que en automóvil al Este”. Un chico gracioso. 

Respecto a  la fuerza de arrastre del III Reich, Von Gerlach habla de la infeliz coincidencia de un misticismo romántico, por una parte, y, por otra, del espíritu de banda y la camaradería entre matones. Una combinación explosiva.

“La reorganización de la sociedad fue el resultado más importante de la revolución nazi; reorganización total que condujo a la supresión de todo grupo social independiente. Cada vez que dos o tres personas se reunían, el Führer estaba presente”, escribió W. S. Allen. Es decir, se produjo la desrealización de los vínculos sociales. Lo que quedaba luego no era más que el Stammtish: beber cerveza y jugar a las cartas.

Entre 1919 y 1933 se sientan las bases de lo que se llamó la revolución conservadora (¿les recuerda algo reciente esta expresión? ¿Reagan, Thatcher?), cuyos principales representantes fueron Moeller van den Bruck, Oswald Spengler y Ernst Jünger, que asumieron y modernizaron el conglomerado ideológico reaccionario de la Liga Pangermánica; sin olvidar a Friedrich Von Bernhardi, decididamente activista, optimista y pseudonietzscheano, como lo calificó Louis Dupeux. Un acompañamiento de lujo.

En semejante contexto pudo Hitler sentirse el Prometeo teutón y contagiar no sólo a Alemania sino a más de media Europa. En los dominios del Reich la lógica dictatorial de condicionamiento permanente de la opinión pública discurrió en paralelo con el control progresivo de todo un universo policíaco bajo la dirección de Himmler. Así se cerraba el círculo de la fatalidad.

Si un auténtico demócrata (sin adjetivos) dice que Hitler fue un hijo de puta, es una verdad como un templo; pero si lo dice el aparato publicitario de las administraciones imperialistas, por poner un caso, entonces se trata de una miserable coartada. 


NOTA:
Este artículo mío fue publicado, con el pseudónimo de Klaus Moser, en el número 14 de Síntesis, Suplemento Cultural de Publicaciones del Sur, enero de 2006.            

 


       

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