Bajo el título de “La voz del viento”, Luis Arrillaga ha reunido sus dos últimas décadas a lomos de la poesía. Esta compilación, preparada por el mismo autor, recoge su producción entre 1993 y 2010, y obedece a un proceso selectivo de lo que Arrillaga considera sus “poemas mejores o más representativos”.
Su tarea ensayística, y sobre todo, su amplia labor crítica, lo han mantenido un tanto alejado de su propia creación, de ahí, lo oportuno de este florilegio, que ayuda a comprender mejor el conjunto de su quehacer en estos últimos veinte años.
Poeta de profunda mirada, dominador de las tonalidades métricas, el vate madrileño ha sabido inventariar un volumen en el que el tiempo es un lento misterio donde caben luces y sombras, y el espacio nos convierte en pasajeros de sueños y realidades donde se amontona la vida. El yo poético va sumando experiencias que convierten en ilimitados sus anhelos, pero que a su vez, conforman las fronteras de sus días más felices, y más desdichados. Quizá, sabedor de que en su “desierto corazón cansado”, no caben ya más derrotas, su verso pretende hallar redención en el vuelo inexorable hacia el olvido más dulce. Un olvido, que ya aparece en la cita de María Beneyto, que abre el libro: ”Estoy recuperando del olvido/ el nombre primitivo de la vida”.
Luis Arrillaga ha querido dividir este florilegio en cinco apartados, “Introito”, “Estancia desolada”, “Estancia terrestre”, “Estancia fraternal” y “La palabra libre”, y dotar a cada una de estassecciones de unidad temática. Si bien, del hilo común que mueve la mayoría de los textos deviene un cierto sabor a desolación, a tristura, en donde “el poema se enrosca en mi cintura/ si en las manos transporto manantiales de miedo/ el poema es un cirio sin ventanas/ donde el hambre tiene su agonía de siglos”. Y desde esa ausencia de calidez, de abrigo, nacen también instantes donde la ulterior conciencia, se muestra en perdurable comunión con la realidad más palpable, porque “la astucia se separa de la piel/ y se abraza a la muerte/ pero en la tierra de la luz pervive/ una nube de lágrimas eternas”.
Viajero incansable, estos textos fueron escritos en muy distintos lugares: Madrid, San Sebastián, Almería, Dublín, Ginebra… y la evocación de sus paisajes y dealgunos de sus protagonistas, se enredan junto al hálito madurado que evoca tanta turbadora simbología: “para qué lamer la misericordia de la tarde acabada/ para qué besar medallas y acunar cabezas de animales/ tan solo buscaría una piel que contuviera el mar”.
Para Arrillaga, la poesía es un modo excelente de entenderse con lo más íntimo de su ser, y también, con el ámbito externo y las circunstancias que rodean las facetas de su acontecer. Pues nada de lo que cantan y cuentan estos versos es casual, sino causa primera y cierta de lo que “la voz de los caminos te recuerda/ con el dolor del vino y el verbo de la dicha”. Un verbo sincero y confesional, una llama incesante que se torna diálogo con la angustia del sentir, con el aliento de la muerte, con el peso de la existencia: “Mi dolor ya no tiene vertedero/ donde dejar la criba de una lagrima”.
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