Cuentan que a eso de las seis y media de la tarde una procesión de enganches abandonaba el parque González Hontoria camino de la calle Circo. Era entonces cuando la Feria hacía un paréntesis de apenas un par de horas que en las cocinas se aprovechaban para fregar y pelar patatas, acaso tomar unas sobras; recoger mesas y aplacar el albero. Luego después, cuando apenas se encendían las luces del alumbrado, se esbozaban naturales aún frescos en la memoria en tertulias amparadas por medias botellas de vino de Jerez.
El eco de los clarines suena ahora demasiado lejano y resulta casi imperceptible en esta mescolanza de música y ruido en la que se ha convertido el parque González Hontoria. A las seis y media de la tarde lo mismo se baila la conga que el último chunda chunda; los enganches no se van a ninguna parte porque para eso son de alquiler; y las largas sobremesas son aliñadas con garrafas de Montilla-Moriles, gaseosa y mucho hielo.
En el morrillo de esa fiesta que tiene su santuario en la calle Circo han hundido rejonazo de muerte aquellos que supuestamente la debían defender. Y ella se ha ido a morir a los medios ante la serena contemplación de la que en tiempos fue considerada como una de las mayores aficiones de España.
Vamos a hacer la vista gorda...
En el Real levanta más pasiones el salto de la rana que los ayudados por alto; enardecen más las pases rodilla en tierra que las trincherillas; y los olés son más exagerados y forzados que serenos o profundos. Es una faena sin medida, atropellada, unas veces brillante y otras deslabazada. Con más enganchones quizá de los que serían deseables.
Apenas un par de tandas por naturales y ya se pide el indulto para un toro que se deja, pero al que siempre puede sacarse más partido. Vale sin embargo con que cuatro excursionistas se lo pasen bien para que la presidencia saque los pañuelos y regale las orejas y el rabo.
A algunos -a muchos, a casi todos quizá- se les llena la boca de hablar de la Feria del arte y el señorío como si acaso no vieran que aquella procesión de enganches de antaño ha sido ahora reemplazada por esta otra de bolsas de supermercados repletas de alcohol barato. Y se sigue hablando de Jerez como cuna indiscutible del flamenco a la par que se bailan los éxitos ya felizmente desfasados de Ricky Martin.
Y año tras año se reciclan portadas de casetas al tiempo que se presume del supuesto esmero que Jerez pone en la construcción de esta ciudad efímera. Y por abaratar costes -también- se hacen pasar productos precocinados por frescos; y se hace la vista gorda a quienes sirven vino a granel, garrafón de euro el litro que se vende como Jerez superior. Y aquí no pasa nada, porque todo el mundo está encantado de la vida.
A fin de cuentas, para que todo esto ocurra es necesario que exista una suerte de pacto tácito entre jerezanos y visitantes adobado por la autocomplacencia de los unos y el deseo de los otros de sentirse como en casa. El desarrollo de ese contrato -que no está registrado ni firmado por nadie- es el que con el paso del tiempo ha ido alterando usos y costumbres hasta desembocar en una Feria del Caballo que no es ni mejor ni peor que la anterior, pero sí bastante diferente.
La faena ha entrado ya en el último tercio. Hace tiempo que se cambió la seda por el percal. La grada se ha emborrachado de toreo barato, pero es la que paga y lo pasa bien, que es de lo que se trata. Suena Paquito El Chocolatero mientras el alguacilillo se prepara para ofrecer los máximos trofeos al matador.
Suenan los dos avisos para las carteras de más de uno. Da lo mismo, porque aquí todo vale. Un pinchazo, y otro. Metisaca delantero. Con eso basta, va a rodar sin puntilla. El parque es un clamor de pañuelos blancos, una noria que lo mismo sube que baja. Ahora que llega el fin de semana está arriba del todo, parada. Y desde allí se ve todo maravilloso. Parece incluso que toree Ordóñez...
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