Cuando, y menos de lo quisiera, viajo a Madrid, me produce una sana envidia su vida cultural. Me asombra la cantidad de teatros abiertos, los cines, las librerías de viejos, las tertulias en el Ateneo o en el Círculo, el ambiente de cafés como el Gijón; en fin, la larguísima lista de museos y salas de exposiciones. Es como si la capital hubiera absorbido para sí toda la vida cultural de esta España tan maltrecha, pero tan querida.
En contraste, Sevilla es hoy un desierto cultural, sobre todo su Centro Histórico. Nada queda de aquella que, a comienzos del pasado siglo, no sólo enterraba multitudinariamente a sus toreros (véase Joselito o Pepete), sino que también lo hacía con Aníbal González (al que el pueblo atribuía toda la buena arquitectura regionalista) o al pintor García Ramos, al que los Quintero y otros amigos levantaban una glorieta en los Jardines de Murillo (qué pena del abandono en que tiene hoy la ciudad su última morada en el cementerio, ¿dónde el Ayuntamiento?, ¿dónde el Ateneo?, ¿dónde la Academia de Bellas Artes?). Una Sevilla que, con ello, demostraba el alto nivel de su cultura popular, la que hizo posible el éxito artístico y urbanístico de la Exposición Iberoamericana del 29 y, sobre todo, el sueño de regeneración política y económica del primer tercio del siglo XX.
El paseo desde el Cristina a la Alameda, aun en la década de los 50, daba testimonio de esa pujanza cultural. El Coliseo, el teatro San Fernando, el Café Madrid, el Llorens, el teatro Imperial, el Pathé, el teatro Alvárez Quintero, el Trajano y el Cervantes. Todos ellos, a veces cine, a veces teatro, a veces salas de conciertos o revista.
Nada queda de aquello, sólo el Cervantes languideciendo tras casi ciento cincuenta años de historia iniciadas como teatro con una obra de Velilla y Escudero dedicada al insigne autor del Quijote.
El viejo Pathé y el Alvarez Quintero, muy transformados, son hoy lo que la moda titula con lenguaje portuario “contenedores culturales”. El Imperial, una librería; el Palacio Central, una tienda de ropa, y el Llorens, obra insigne de Espiau, el mismo autor del Hotel Alfonso XIII , una magnífica y rutilante sala de tragaperras. ¡Curioso fin para el sueño de don Vicente Llorens, al que Sevilla debe desde el cine sonoro a la Cabalgata de Reyes Magos!. El Trajano, de Aníbal González, cerrado; del Teatro San Fernando, ni resto queda, y al Coliseo, extraordinaria realización de Aurelio Gómez Millán, manifiesto del renacimiento en las Artes ( hierro, madera, cerámica y cristal) según Alejandro Guichot, me lo han convertido en una oficina de la Junta.
La espina dorsal del centro de Sevilla muerta, tan muerta como la vida cultural de esta ciudad que tanto nos duele.
Pero estarás conmigo, amable lector, en que estamos cansados de recuerdos e historias de destrucciones sin que nadie haga algo para poner freno a la barbarie y abrir esperanzas.
Por ello, te pido que te unas a nosotros para solicitar la declaración de Bien de Interés Cultural para el Cervantes, el Llorens, el Trajano y el Coliseo, antes de que sólo nos queden nostalgias y fotos sepias y como paso previo a recuperar su uso como cines, teatros o salas de conciertos, que devuelvan la vida al eje histórico de esta ciudad.
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