Patio de monipodio

Viajar, hay que viajar

Nadie puede discutir que “el catetismo se quita viajando”. Viajando se puede ver -asimilar ya veremos, pues no es lo mismo- riqueza, variedad en la que -también se dice- está el buen gusto...

Nadie puede discutir que “el catetismo se quita viajando”. Viajando se puede ver  -asimilar ya veremos, pues no es lo mismo- riqueza, variedad en la que -también se dice- está el buen gusto. Viajar es contemplar estilos, formas, conceptos, resultados distintos de historias que, aunque muchas veces paralelas, han discurrido de formas diferentes. Esa historia, el carácter, el clima, que ha impreso una forma de vida que ha dado forma, a su vez, a cada lugar, a cada ciudad. Viajar es comprender a los demás y, por ende, llegar a entenderse mejor a sí mismo; viajar ayuda a comprender la propia idiosincracia que nos ha hecho como somos y ha hecho a nuestras ciudades como son. En Florencia, Venecia, Pisa, Albi, Praga, nadie se acompleja porque pudieran ser calificadas de “antiguas”; al contrario, porque en el caso de las ciudades la antigüedad es un valor, mantienen y cuidan con orgullo un Patrimonio fabricado por cada una durante siglos. Ni “antiguo” es sinónimo de viejo, ni una ciudad gana con alguna obra de corte supuestamente modernista porque sí. Quienes veían con agrado el Metropol, como “avance” en una ciudad “anclada en el pasado” (según esos voceros de una supuesta “modernidad”), han cambiado de opinión tras pasear bajo su (mala) sombra. De ahí la evidencia: la catetez necesita viajar; la catetez acomplejada, la que teme a la palabra “antiguo” y la confunde con viejo u obsoleto. Esa catetez capaz de festejar “como un toque de modernidad” un símbolo fálico en medio de un paisaje horizontal, o una construcción extraña, más extraña que moderna, previamente rechazada en Berlín, uno de los iconos de la contemporaneidad, por atentatoria a su Patrimonio.

Si no es el “quiero y no puedo” del símbolo fálico, la fiesta aprobatoria a la “modernidad”, sólo puede explicarse en el catetismo profundo del festejador. Para las ciudades, “renovarse” es morir. La supuesta y pretendida “renovación”, sólo puede hacerse a costa de sustituir su caserío, sus edificios monumentales o residenciales por otros de distinto estilo, sin la menor sintonía con su filosofía; distorsión en su relación a una cultura, una historia, una forma de vida. Las ciudades no necesitan “renovación”; no en ese sentido. Las ciudades necesitan, merecen, deben, crecer, pero no dentro de sí mismas, no rompiendo su calidad estética, sino hacia el exterior. En el exterior se puede entender la verticalidad. Pero una ciudad que mantiene su esencia, su estilo, su categoría en su zona monumental y aledaña, para luego disfrutar de los posibles beneficios de la modernidad (y distinguimos: beneficios, no vicios), será una ciudad rica.

Una ciudad que, como Sevilla, vive en un alto porcentaje de su riqueza histórica y monumental, no va a ver aumentado su Patrimonio con nuevas construcciones que, sin entrar a discutir su discutible estética, quizá pudieran encajar en zonas alejadas del Casco Histórico: edificio universitario frustrado de El Prado, Torre Cajasol, “Hongos” (las setas son comestibles) de la Encarnación y cualquier otra construcción pretendidamente moderna, tal vez pueda tener su sitio. Colocarlos en el Centro, o en su zona de influencia más inmediata, lejos de enriquecer, rompen, destruyen, porque están ocupando el sitio de otros que sí encajan. Es “expropiar” un lugar, quitarle atractivo, romper la armonía del conjunto. Y nadie, nadie, va a venir a Sevilla a ver un rascacielos, cuando pueden verse cientos en cientos de ciudades. Entérense: “moverse” es lo contrario de destruir. Sevilla es irrepetible. La torre Pelli, no.

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