Notas de un lector

Donde la melancolía camina

Dice un proverbio japonés que “es mejor viajar lleno de esperanza que llegar”. Tal vez, quien haya probado a tararear desde sus adentros el himno de la desesperanza, quien haya conocido muy de cerca a qué sabe la lucidez de un perdedor, comprenderá aún mejor la citada sentencia oriental.

 

     Y digo esto, porque la lectura de “Los vencidos” (Devenir. Madrid, 2012), de Ricardo Ruiz (Burgos, 1963), deja en el lector el aroma dulciamargo de enfrentarse a un poeta de palabra intensa, auténtica, y de descubrir, a su vez, el fulgor de un cántico descorazonador, donde el desaliento se torna hilo vertebrador del volumen.

En su anterior entrega, “El hombre crepuscular” (2009), el autor burgalés anotaba en uno de sus poemas: “Uno comprende demasiado tarde/ que la vida se pierde jugando/ a la ruleta rusa de la felicidad”. Aquel volumen, se acompañaba al mismo tiempo de una sentida cavilación existencial en la que tenía cabida una temática de corte clásico -muerte,  amor, soledad, paso del tiempo…-

 

     Ahora, el discurso de Ricardo Ruiz se ha visto superado por el fantasma del abatimiento y un verso firme, mas enlutado, se ofrece como un atlas de almada nostalgia: “Volveré a ese lugar donde la vida/ bebe vasos de tristeza,/ donde la noche nunca amanece,/ donde la melancolía camina/ vestida con mis ropas”. La íntima y desoladora descripción  que proclama, se empapa con la emoción de los años sin retorno, y su remembranza se orilla al par de una palabra madurada y solitaria: “Mis ojos atraviesan las ventanas del ayer./ No espero nada./ El dolor al dolor regresa/ y mi destino trae calcio en las manos”.

Años, al cabo, de vida y poesía, que se aparecen y entrecruzan con la presencia de los lugares y los protagonistas que han ido modelando su geografía: “En Madrid creció mi corazón./ En París construí mi memoria./ Y en esta ciudad sin corazón ni memoria/ dibujo con sangre mi biografía”. Los escenarios natales -que antaño fueron dicha o esperanza-, resultan ahora ajenos, decepcionantes, y suponen una extensa muralla por la que el yo lírico quisiera trepar para poder inaugurar territorios distintos y distantes.

 

     “En realidad este libro no es más que un final que anuncia un comienzo: el silencio. Para Ricardo ha llegado su hora. Y no existe más que un referente que es el vacío. Y su único protagonista, por tanto, es él mismo”, afirma Pedro Olaya en su prefacio. Y en efecto, ese nuevo camino -sin otro horizonte que no sea el de alzarse hasta hallar de nuevo el cómplice brillor de la vida-, es un itinerario plagado de frías aristas a las que hay que enfrentarse hasta poder renovar el deseo de la existencia.

El buen hacer del vate castellano, remansa, sin embargo, ese mensaje desilusionante que invade al lector, y es capaz de conseguir que la poesía fluya con sabiduría a través de un verbo vigoroso y sugestivo: “Olvidé la geografía de tu boca./ De tus dientes ya no cuelga mi destino./ También hay hombres/ que hacen del amor olvido”.

 

    Y no caerá en el olvido cuánta autenticidad destilan estos versos, a los que se podría pintar entre sus pliegues un rayo de confiado anhelo. O también, “dibujar el paraíso con un lápiz invisible./ Amar lo que ya nadie ama”.

 

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