Madrileño del 42, profesional de la radio y de la poesía, a las que se ha dedicado -y dedica- en cuerpo, verso y alma, ofrece en esta compilación una atractiva muestra de sus seis libros publicados hasta la fecha.
Sus primeros versos aparecieron en “Espejo del amor y de la muerte”. Aquel volumen, reunía el quehacer de un nutrido grupo de poetas que convirtieron sus tertulias e iniciales tentativas líricas en torno al madrileño café "Teide", en un ameno florilegio.
Pero fue en 1976, cuando diera a conocer su primer poemario en solitario, “Jimmy, Jimmy”. Ya entonces, se adivinaba que, tras su decir, había un escritor repleto de sensibilidad, que imantaba al lector a través de imágenes vivaces ("Yo conozco un jardín/ donde es, callado, el amor”) y reveladoras: "Con el alba, un pájaro romperá los cristales de la mañana/ y encontrará sólo sombra”).
A aquel libro de amor, de sombras, de deseos, de ausencias, envuelto en una luz que proyectaba la transparencia de quien se sabía necesario y necesitado, le siguió, “Figura en el paseo marítimo" (1981), y, tras un silencio de catorce años, “La rosa inclinada”.
Sus temas principales, continuaban latiendo con igual fuerza, de ahí, que la rebeldía contra el paso del tiempo, la tenacidad en la búsqueda de la belleza sublime, el silente despojamiento de lo indiferente, siguieron alzándose al hilo de su personal cántico: “Cada uno tiene su nombre,/ su camino y su abandono”, anotaba en el último título citado.
Tras “Hondo es el resplandor” (1988), “La estación azul” fue galardonado con el premio Francisco de Quevedo de 2004. Los textos que lo integraban, pergeñados en límpida prosa poética, estaban impregnados de un desasosiego pessoaiano, de un rumor de ángeles de niebla, de una música donde se aunaban la vida y la muerte, la utópica nostalgia: “Imposible conquistar el herido tiempo de la memoria”.
En su último poemario, “Tormenta transparente” (2010), Javier Lostalé proseguía su exacta línea creadora, y desde una descalza y lúcida madurez, se sumergía en la fugacidad innata del hombre, en los misterios que circundan su corazón y en la batalla de los seres humanos por alcanzar una sobria comunión con la naturaleza. Y, de nuevo -y siempre-, el Amor: “Encendidos manantiales oscuros/ me inundan sin hora/ con las pulsaciones de tu desnudo,/ mientras sin aire me hundo/ en el alba de un beso/ transpirado hasta la lágrima (…) Como una tormenta respiras dentro de mí/ exhalada existencia de lumbre muerta/ que sin término abrazo/ hasta el cielo de tu sombra”.
Esta antología, que se cierra con algunos inéditos de muy bella factura -“Espejo”, “Humildad”, “Nubes”-, vuelve a dar la talla de un poeta que sabe pulsar con delicadeza el alma lectora y que confiesa rotundo y sin ambages su verdad y su poética razón de ser: “Escribo porque me salva, porque es lo único que me queda (…) Escribo porque están conmigo los que ya nunca estarán (…) Escribo para ser joven y alimentar una esperanza radical, para tener lo que no tengo y escuchar lo que nunca me dijeron”.
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