Opiniones de un payaso

Progreso, progreso, progreso

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Esta crisis está removiendo muchas cosas. Ha despertado viejos fantasmas históricos que creíamos no ya enterrados, sino inexistentes. No hace mucho la sola mención a lo que entrañaban tales espectros hubiera supuesto proferir un insulto a los logros de la posmodernidad. Pobreza, marginación, exclusión social, incluso un fenómeno tan visceral como la xenofobia, eran situaciones que nos quedaban lejos.

Estaban ahí, sin duda, pero en las afueras, transfiguradas en meras palabras cuyo destino era el destierro del vocabulario cotidiano. En el océano del bienestar material en que nos habíamos sumergido sólo veíamos progreso, progreso, progreso.

Ahora me sorprendo preguntándome qué clase de progreso era ese. ¿Era acaso un modo de avanzar construido sobre bases sólidas? ¿Era un progreso destinado a instalarse entre nosotros y permanecer para siempre? ¿Era un progreso basado en las auténticas necesidades de los seres humanos? ¿O por el contrario iba dirigido exclusivamente a manipular, estimular y condicionar nuestros deseos consumistas? ¿Era, en definitiva, un progreso sano?

¿Qué define al progreso? Zygmunt Bauman nos responde: la confianza del presente en sí mismo. “El significado más profundo, quizá el único, del progreso –dice el sociólogo polaco- es el sentimiento de que el tiempo está de nuestro lado porque somos quienes hacemos que las cosas ocurran”. El progreso, por tanto, no sólo es la percepción de que estamos avanzando hacia un mundo mejor; también es el convencimiento de que sin nosotros ese avance no se produciría.

La confianza en uno mismo y en la época que nos toca vivir es la consecuencia directa de estar en disposición de controlar el tiempo presente. La confianza, y con ella la fe en el progreso, se acrecienta en la medida en que el presente apuntala los resortes básicos de subsistencia (materiales y espirituales) frente a los peligros que los amenazan.

Los sistemas democráticos que surgieron tras la penuria que trajo consigo el crack de 1929, y sobre todo tras el horror de la IIGM, eran un conjuro contra la desconfianza colectiva en un futuro mejor. Este efecto sólo podía conseguirse mediante el fortalecimiento del poder político en cuanto garante de la seguridad vital a la que tienen derecho todos los seres humanos por el solo hecho de nacer.

En nuestros días, y tras un proceso constante que se inició hacia 1980, la política ha cedido casi todo su espacio a los poderes económicos, que son innominados, ladinos y versátiles por naturaleza.

El dinero no conoce fronteras. Se disfraza de patriotismo, pero se trata tan solo de un astuto ardid porque al dinero le sobra la soberanía nacional. Es virtualmente alérgico a ella. Quien quiera derechos ha de comprarlos. El mundo no es otra cosa que un hiper-mercado.

Entonces, ¿todo tiempo pasado fue necesariamente mejor? En absoluto: estamos obligados a aprender de la historia para poder superarla y no provocar retrocesos hirientes e inútiles. Tal ha sido el gran error de la posmodernidad: creer, puerilmente, que la historia nunca enseña. Creer que vivir en el presente no tenía precio.

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