Notas de un lector

La gravedad y la manzana

En su anterior poemario, “El ángel y la física”, Beatriz Villacañas apelaba en la dicotomía de su título al ámbito del espíritu y la materia. Un espíritu que -al par de su vuelo- nos acercaba hasta lo místico y erótico; y una materia que, sujeta a las implacables leyes de la física, nos remitía a cuanto de belleza almada escondía su envés.
Seis años después, Villacañas nos ofrece en su sexta entrega, “La gravedad y la manzana” (Devenir. Madrid, 2011), otra pareja de elementos complementarios. Porque en esta ocasión, la autora toledana aclara en su prefacio que la citada gravedad responde a la “ley física universal, que es símbolo de las servidumbres que nos atan al suelo”; mientras que la manzana, es “símbolo del pecado original, de la tentación y la belleza”.


Con estos mimbres, el poemario supone una decidida apuesta por indagar en el misterio palpable del ser humano, en la necesidad de hallar un camino que nos acerque hasta la exacta geometría de su condición mortal. Si Galileo logró un conocimiento decisivo al descubrir que todos los cuerpos caían con igual rapidez, y que la diferencia de los tiempos de caída provenía sólo de la resistencia del aire -y no de las diferentes naturalezas de los cuerpos-, aquí y ahora la poetisa toledana, vertebra una límpida metáfora que memora al maestro pisano. El hombre asume su realidad vital desde la experiencia interna de su capacidad de asombro y su resistencia al desasosiego deriva de su poder para sanar las heridas con la fuerza que emana de las palabras. Cuanto mayor sea su fe en el lenguaje, más cálido será el refugio que convierta su bóveda cotidiana en inexpugnable fortaleza.

En su citado “El ángel y la física”, Beatriz Villacañas anotaba: “La manzana, traslúcida./ Y el alma, / más tangible que el cuerpo: el Paraíso”. Aquel espacio frutal al que asirse para hallar la dicha, sigue siendo hoy para ella sustancia cálida y ansiada: “Y la manzana siempre nueva del ser y su secreto/ será alimento vivo de todas las historias/ y de todos los hombres/ y de un solo camino”.
Sabedora de que “La poesía es un arma de seducción voraz”, tampoco olvida que el fundamento que nos mueve no es únicamente el de la razón, sino que es el sentimiento quien debe aprobar o censurar ciertas acciones. Porque, al cabo, el comportamiento obedece en la mayor parte de los casos a que “el corazón actúa cada vez que se incendia”.

Dividido en tres apartados, “Gravitaciones”, Tentación: caída y vuelo” y “Frutos de duda y de certeza”, el poemario fluye desde un inicio de alcance más trascendente hacia una temática donde el amor se torna manera añadida de salvación. Para caminar con radical certidumbre durante nuestra existencia, es imprescindible copiarse en la piel del otro: “Hay una desnudez/ que se ajusta a la piel de los enigmas/ y es caricia perfecta/. Pasa y cierra la puerta:/ soñaremos a dúo”.

Libro, en suma, que vuelve a demostrar la hábil pulsión rítmica y estrófica que Beatriz Villacañas imprime a sus versos y que confirma el personalísimo mensaje de su lírico humanismo: “Devolver a las palabras/ la verdad que alguna vez tuvieron./ Caiga/ quien/ caiga”.

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