Hace unos días, caminando por la playa, observé obras al final del paseo marítimo. Por lo visto, van a desviarlo hacia la Chanca, porque en la esquina de Levante el agua llega incluso con mareas muertas, y con las pleamares, como antiguamente las piedras del Castillo dividían la playa chica y la playa grande, igualmente se partía la Playa del Carmen y la Barra. Aunque ya los vertidos y piedras que echaron del dragado del puerto hayan hecho desaparecer el lejano y recóndito banco de la Barra.
En las excavaciones de las obras que realizaban, había restos de construcciones antiguas de las cuales tomé varias fotos. Cuando fui al día siguiente, ya las habían tapado. Por lógica, supuse que se trataba de piletas de salazones antiguas a pie de playa. Esto me hizo recordar aquella playa larga y ancha que de niño conocí, donde los juncos que bailaban con los vientos sobrepasaban el actual paseo marítimo y toda construcción y bloques de pisos que la circundan. Recordé la playa de Galíndo, detrás del pósito pescador —donde los niños jugábamos interminables partidos con una pelota cambemba hasta que se marcara el último gol—, la cuadra de mulos de Reondo, la fábrica de conservas de Aniceto, el mojón de más de cinco metros de altura que servía de marca para traíñas y almadraba, las piedras del Castillo, el nío, el chiringuito de Juan el Chavolo, la caseta de la Guardia Civil, y la carreta de piedra que llegaba al faro. Un desierto dunar que los niños teníamos que atravesar para llegar a la orilla de la playa.
Viendo cómo las olas amenazaban con arañar aquel paseo que las constreñía con sus uñas de nácar, llegué a imaginar, oníricamente: ¿Y si estos lugares cercanos a la playa los hubieran construido los niños? Seguro que aquellos salvajes lugares que conocí los habrían diseñado de acuerdo con su manera de ver las cosas, empleando un equilibrio adecuado para no infringir la armoniosa estructura de la naturaleza; y así, como ella, no interferirían en los espacios abiertos ni dañarían las cosas tal como son. No habrían incurrido de manera inadecuada, quebrantando tan sagrados lugares, ni enterrando con hormigón o asfalto los parajes que los identificaban. Su falta de ambición impediría usurparlos, alambrarlos o privatizarlos. No habrían construido indiscriminadamente ni de manera innecesaria para obtener patrimonio o beneficios. Los niños, al estar en permanente contacto con la naturaleza, sabían que los vientos y mareas eran los encargados de cambiar a su antojo espacios y litorales, porque cada día los encontraban distintos, aunque igual de bellos. Intuían que debían guardar ese legado de la misma manera en que lo recibieron, para que otras generaciones, como ellos, vivieran, jugaran y disfrutaran.
Ojalá los hombres pensáramos igual que los niños. Contra estas desafortunadas decisiones dice un viejo adagio: lo que la mano del hombre hace bien no se nota; lo que la mano del hombre hace mal perdura para siempre.
NOTA: Tras recibir informaciones de amigos y familiares que no fueron descritos en la primera parte del artículo “Y a pesar de los pesares aún sigue con sus mareas”, como les prometí, paso a nombrarlos: José Vejer, Nicolás el Cágalo, José Patita, Nicolás Gitano, El Sopa, Juan Camacho, Luis Coquino, Perilla, Cayetano, Buchito, Gordo Tocón, El Chato, El Chaca, Juan Cabrita, Cartepilla… quienes también faenaron en el río.
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