Los trabajadores de la limpieza de Ankara (Turquía) sentían lástima de los libros que se encontraban en la basura. Decidieron recogerlos y crear una biblioteca que ahora cuenta con cuatro mil setecientos cincuenta libros. Casi, cinco mil ejemplares.
Cuando yo era pequeña los libros eran un lujo que no todos los hogares se podían permitir. Para muchos de ellos los primeros ejemplares que entraron en sus librerías fueron las enciclopedias o las colecciones de clásicos que daban las Cajas de Ahorros por imposiciones a plazo.
Hemos ido de un extremo a otro, porque al igual que en Turquía, en España van muchos libros a la basura. Se ha acabado el respeto que se sentía por el principal vehículo de la cultura. Despreciamos el conocimiento y caemos en las redes de la desinformación, es un hecho simbólico.
Igual que lo fue para los musulmanes de Granada, en el siglo XV, después de la conquista, cuando el cardenal Cisneros dio órdenes de entrar en sus casas y sacar todos los libros que encontraran, así como en la biblioteca de la Madraza. Los recogieron, hicieron montones en las plazas y les metieron fuego, la hoguera más importante fue la de la plaza de Bib-Rambla, en la que ardieron miles de ejemplares. Sólo dio órdenes de salvar los de medicina y botánica.
Antes los predicadores habían acudido para convertirlos y se les bautizaba a la fuerza, se metieron con su forma de vestir y con lo que comían, pero nada como la quema de sus libros les hizo comprender que querían acabar con su identidad, definitivamente, ya no se respetaba lo de que podrían conservar su fe, su cultura y sus costumbres. En ese momento se rebelaron.
Ellos eran más conscientes que nosotros de lo que pasaría con la desaparición de sus manuscritos, nosotros no. Decir adiós a los libros es decírselo a la cultura. Esa que en los barrios más desfavorecidos se promueve tan poco. Una ciudad que aspira a ser capital europea de la cultura debe favorecerla en toda su población.
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