He recordado aquellos versos, tras la lectura de “De una edad tal vez nunca vivida” (Bartleby Editores. Madrid, 2010), un volumen memorialístico, donde Jorge Urrutia hace un balance sincero, real y emocionado de una infancia cosida a una etapa imborrable de su vida. En este álbum del ayer, confiesa que, con el paso de los años, “comprendí que la importancia radica en la escritura, en la posibilidad de hacer mía, siquiera por una vez, la palabra”. Y al par, revive a corazón abierto, aquel tiempo donde “compartíamos un mismo aire, así mis padres y yo, con los libros y la costura”.
Dividido en pequeños relatos, en breves instantáneas donde la realidad del narrador se confunde con la del autor, asistimos a un desfile de escenarios, personajes, sucesos… sobre los que emerge de forma principal la figura paterna, el añorado y querido Leopoldo de Luis : “Mi padre fue una mano que busco en cada aurora. Como una mano recubre los recuerdos, el tiempo transcurrido”.
El primer acercamiento de Urrutia al género de la prosa fue con “La travesía”, publicada en 1967, y si bien desde entonces su tarea de investigador, crítico, poeta, antólogo… no le había permitido retornar a este género, lo hace ahora con el libro que me ocupa y con su habitual cuidado del lenguaje y su expresiva cadencia lírica. Por ello, estos retazos del ayer, van acomodándose con tanta gracilidad al alma lectora.
Sostenido sobre las dos patrias que lo vieron nacer y crecer (“Llevo conmigo una Andalucía de recuerdos y acentos. Y un Madrid que golpea aquella brisa del Sur…”), estas personales estampas reviven los protagonistas familiares (“Yo tuve dos abuelos, como todos”); el primer día de escuela (“¡Adiós, cuentos de hadas! ¡Adiós, al caballito de cartón y balancín¡ Compañeros de juego estaban ya esperándome); el amor por la literatura (“Miro mis estanterías y puedo rehacer mi vida en un instante, recordar el lugar originario de cada libro, el olor de cada librería, la emoción de cada esquina vuelta para descubrir las casas de Kafka, las alfombras de Hugo, la cocina de Barrie o los patios de Juan Ramón”); y el paso inexorable de los años, que le hacen regresar hasta las entrañas de su niñez y reconocer: “He pisado de nuevo las calles de mi infancia y sólo me conocen las adelfas”.
Días atrás, anoté un aforismo del escritor pamplonés Ramón Andrés que, en su reciente libro “Los extremos”, escribe: “Volver a la ciudad natal, al escenario de los sacrificios paternos, es reconocer una deuda”.
Una deuda de amor, de mesurada nostalgia, de febril humanidad, sobrevuela estas páginas “de una edad tal vez nunca vivida” para el olvido, sino para testimoniar lo más amado: “Porque la vida hizo en mí su nido”.
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