El pórtico de entrada permanece abierto. En la quietud de la plaza, su insinuación se convierte en una llamada que absorbe toda atención. Accedes a realizar, cauteloso, un peregrinaje hacia el siglo XVI, un vía crucis hacia la pulcritud del rito que rememorarán los hermanos de la corporación. Sin empezar el culto, ya sobrecoge al espíritu la alegría del gozo del alma. No hace falta, siquiera, la palabra. Es la meditación la antesala que trasmina al regalo de la oración.
Un suave olor a incienso perfuma el templo. Se disipa el humo por las bóvedas y cañones, y es solamente, en las banderolas colgantes, donde se dibuja la silueta de la ascensión de la resina carbonizada. Mientras tanto, Palestrina, Tomás Luis de Victoria, Bach o Eslava forman la selección musical: Miserere, lamentaciones, coplas, cantatas, motetes, letanías, Te Deum…
Progresivamente, el rito continúa su camino de esplendor. El altar, “catarata de luz, monte Calvario”, como lo ha referido la magnitud del predicador en un ejercicio de deslumbrante retórica, es una elevación mística que invita a prestar el corazón al que lo necesita. No sobra un gesto de gusto que enaltezca el ara: el velo de tiniebla, quizás, ahonde en nuestra personalidad jaenera como ha ocurrido en pocas ocasiones: volver al origen es, una vez más, originalidad.
El faldellín, obispo y oro, segundo del ajuar mostrado en pocos meses, es magnificencia a la excelsa talla. La memoria, entonces, pasea por la hermosura de la historia; acrecienta el deseo de perpetuidad de las imágenes cofrades eternas. A los pies de María, los relicarios, regados de lágrimas, nos acercan al milagro de la santidad: elegía de carne y hueso es su contemplación.
El campanario está próximo a repicar, y la procesión de entrada se forma en los inmaculados claustros mercedarios. Una docena de apóstoles acompaña el sacramento que va a comenzar. La grandeza de la materia es ahora grandeza para el espíritu. Existió la proporción: lo que era mayúsculo exorno cobra sentido en la solemnidad de la liturgia.
El latín entrevera la sangre en el Pater Noster, mientras que el Santísimo Sacramento nos recibe latente en el dosel que refulge en la oscuridad del templo. Reverbera el órgano en el Himno Eucarístico, y el pueblo implora sus últimas plegarias. Bajo palio se despide Dios en la tarde, Dios loado con la pasión que merece su infinita misericordia.
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