La muerte parece acompañarnos desde que nacemos, solo que no la vemos. A la vejez, nos transmite malas vibras como a los etílicos los desniveles. Seguimos quizás sin verla, pero ya la presentimos cuando curvamos la espalda y desdentamos la boca, como las encías el brotar de los dientes en un lactante. Es la decadencia solo un efecto más de la soledad que llevamos por bandera aquellos que nos creemos tan independientes que ni doblamos rodilla, ni bajamos cabeza. Nada pedimos, porque solo nos educaron para dar. Nada esperamos porque la desesperanza arraigó firme en nuestra alma, como en la de la señora sola que ya no vive donde siempre vivieron los suyos por generaciones, con comercio en primera planta, segunda vivienda familiar y altillo para los criados. Las casas de las grandes ciudades turísticas se postulan a conveniencia como en los años del Dorado las barcas traveseras. Todo es oro cuando nada reluce.
Todo es evaluable en las notas de un alumno de primaria. Los que tenemos especiales necesidades sabemos que el mundo es cruel por propia inercia, igual que las casas vacías que un día rebosaron vida. Se vuelven viejas achacosas que destronan pelusa de polvo viejo, tan rancio que apesta a humedad y contagia asma y ronquera. Son los antiguos esqueletos de dinosaurios burgueses que se hicieron ricos a base de partirse las espaldas y que ahora relucen colgados al sol de chancleteros -arios y asiáticos -atraídos a la vil luz de cervezas de barril y tapitas al por mayor. Son los nuevos himalayas para todos, las nuevas fiestas de quitar y poner cuando mande el dinero, lo nuevo más nuevo del mundo en lo más antiguo del ayer. Ya no hay tertulias literarias con grandes genios oscuros y encorsetados en ideas peregrinas, sino debates televisivos a ver quién se acuesta con quién. Ya la Ilíada apesta a ancianidad igual que las bajeras de una señora sola que se muere decrepita entre cortinajes que la ocultan , porque está muy mal ver a alguien morir en soledad perruna. Lo grande y eufórico de la turistocada de la localidad más empequeñecida y rijosa es lo que nos puede aportar a nuestra hoja de ruta de emoción y divertimento. Lo ancestral, lo monumental, lo histórico y lo retórico y -sobre todo- el anunciar a bombo y platillo desde nuestro perfil social todo lo que estamos viviendo en primera persona del verbo gilipollear. Nada como darle en la cara a nuestros vecinos de lo que hacemos y ellos no.
Por eso esa señora sola ya no está y sí su casa, sus ladrillos revenidos, sus vistas a lo más típico de la ciudad y la venta inminente- como no- con congratulaciones palatinas que no hay como hacer caja genérica para que a todo el mundo le parezca bien. Menos a la señora sola que a saber dónde habrá acabado o a adónde la habrán llevado o adónde sus huesos tallarán sus huellas. Lo que no parecemos entender es que todos somos señoras solas del futuro, adobaditos en nuestras casitas ya pagadas, en nuestros trabajos que jubilaremos con la inocencia infantil de creernos que empieza nuestra vida, cuando en realidad empieza el camino a la soledad, el hastío, el egoísmo y la dependencia. Y no siempre por ese orden, como en el duelo que altera los ordinales con los cardinales como le da la misma gana. Quizás porque la muerte suele acompañarnos siempre, llevamos prisa y queremos vivir el momento como si fuera un lema impreso en una pancarta vacacional que nos han grabado a fuego en el poco intelecto que nos queda después de tantas horas de exposición a pixeles comprimidos. Ya solo nos queda rezar para quedarnos ciegos como Homero y empezar a componer magníficas historias de héroes inmortales a los que solo les importa la batalla, el honor y la aventura.
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