El cómico Luis Cuenca me comentó a principios de los 80 en el madrileño Teatro de La Latina, donde protagonizaba una revista de las llamadas ‘Chicas de Colsada’, que en tiempos de crisis -España vivía fuertes turbulencias- “el público no quiere dramones, sino ir al teatro a reír”. Y ahora -tiempos de aristas- lo dicen en ‘Los bufos madrileños’, obra estrenada en el Teatro de La Comedia: “La vida es leve y fugaz, por eso ha de pasarse de una manera jovial”. Se trata de una función risueña, colorista, disparatada y con nostalgia dentro. Consta de un prólogo y de la representación de ‘Los órganos de Móstoles’, pieza de teatro bufo escrita por Luis Mariano de Larra. El prólogo homenajea a Francisco Arderius, olvidado hombre de teatro total, pero sobre todo empresario de intuición y éxito. Hacia 1866 importó a España desde París la idea del teatro bufo, precursor de la zarzuela y de la revista musical. Es decir, antecedente de Tania Doris o Addy Ventura, aquella vedette que alumbró los primeros meses de la Transición desde un cartelón con su imagen en bikini iluminada por luces de neón que anunciaba el título del espectáculo: “Lo tengo rubio”. Aunque a ninguna de ellas, claro, se cita en el prólogo. Sí se recuerda que Isabel II vivía entre intrigas para derribarla, y que “eran los tiempos de esto no tiene remedio”, y había gente “que quería echar a los Borbones”. Tan lejos, tan cerca.
‘Los órganos de Móstoles’ trata sobre los hijos que se resisten a marcharse de la casa paterna. Está escrita por un pariente coetáneo de Mariano José de Larra, pero es un tema actual. Un padre, agotado de ver a sus tres hijas permanentemente deambular aburridas y ociosas por casa (“os estáis condenando, si yo no lo remedio, a una crónica doncellez”), decide poner un anuncio en el periódico prometiendo tentadoras dotes económicas a quienes quieran casarse con ellas. Llegan tres truhanes simpáticos. Y también Don Juan Tenorio, vecino de la familia, un burlador sin agallas, ligeramente atormentado (“en todas partes dejé / memoria amarga de mí”), pero con indudables dotes de seducción. El texto, algo amarilleado por el tiempo, es, con todo, sólido y rico en humor, con fuerza literaria, más dado en buscar la sonrisa que la carcajada, y los personajes, con vestimentas coloristas y pretendidamente cursilonas, se manifiestan siempre como personajes, no persiguen ningún tipo de realismo. La obra, dirigida por Rafa Castejón, es como un maravilloso juguete hallado en el trastero, al que se ha desempolvado y dado brillo, y remite a un tiempo y a un tipo de teatro que se fue. Risueña melancolía.
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