La tragedia que sacudió a la ciudad de Cádiz hace dos semanas, tras el atropello de un autobús que perdió el control por, presumiblemente, un fallo en los frenos y acabó con la vida de cuatro personas, ha servido para retratarnos. Las fotografías y los vídeos de las víctimas que circularon por redes sociales y se difundieron, igualmente, en algunos medios de comunicación hacen creer que el género humano está definitivamente perdido. Por ignorancia, inconsciencia o crueldad.
La irrupción en 2007 de Facebook, Twitter y el primer teléfono ‘inteligente’ de Apple alteró profundamente la comunicación. El fenómeno no era nuevo, porque internet y algunas plataformas que hacían negocio con la publicación de la vida privada, así como la proliferación de dispositivos digitales que permitían capturar imágenes y distribuirlas con inmediatez, ya formaban parte de nuestras vidas. Pero a mediados de la primera década de este siglo los avances tecnológicos crearon la necesidad de dar cuenta al detalle de nuestra intimidad y recibir la aprobación a modo de likes.
Los usuarios, en su mayoría, ignoran el riesgo de esta práctica. El ciberespacio es campo abonado para malhechores, estafadores y criminales. Además, las grandes empresas aprovechan el neuromarketing para explotar las debilidades de la atención y la voluntad del ser humano. Es un debate académico, sí, pero preocupa a los gobiernos en todo el mundo y a alianzas territoriales, como la UE, o de defensa, como la OTAN. Todo esto ha afectado, igualmente, al negocio de la comunicación tradicional, que se adapta malamente a las nuevas tendencias. Los colegios profesionales tratan de poner coto.
Los grandes grupos periodísticos, públicos y privados, igual. Los juntaletras, individualmente, también tratamos de salvaguardar la dignidad del oficio, con información contrastada, fuentes autorizadas, y un lenguaje inclusivo y respetuoso. Aunque todos hemos dado por perdido el sistema vertical de producción de contenidos, en el que se seleccionaban temas y enfoques, las voces revestidas de autoridad para darles eco, y la reserva del tiempo necesario para elaborar noticias y reportajes. El nuevo sistema es horizontal y no solo tiene la misma relevancia lo que publica un periódico (que paga impuestos, crea empleo, asume una responsabilidad jurídica), sino que el perfil de TikTok de un indocumentado puede tener más influencia ante un audiencia indefensa y confundida.
La urgencia y la rentabilidad se imponen. Unos y otros acaban entablando una relación perniciosa: el número de visualizaciones e interacciones es lo primero. Y las administraciones públicas, no todas por fortuna, siguen el juego de forma perversa. Es probable que no prospere la investigación abierta para identificar a las personas y medios que difundieron imágenes de los cuerpos de los fallecidos en Cádiz. Pero debe servir para avanzar en la regulación y el control de contenidos desde el punto jurídico y para que quienes toman decisiones empresariales asuman que con la responsabilidad ética y el compromiso con la opinión pública no se mercadea.
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