Anselmo Cerín trabajó desde muy pequeño en aquella entidad financiera en la que cada día se parapetaba detrás de una ventanilla como cajero. Rellenaba las cartillas de sus vecinos a mano, en donde iba incluyendo los abonos y los depósitos de salarios que se pagaban en sobres. Anselmo renunció siempre a abandonar la sucursal que le acogió en su infancia para ser botones y recadero de su director, pero además cada vez que se rumoreaba que podría ser trasladado la clientela amenazaba de irse a otra entidad. Vivía con su mujer en humilde acomodo, sin lujos, sin caprichos y sin viajes vacacionales. Le enorgullecía que fuera reconocido por lo que él llamaba sus gentes, las de su barrio de toda la vida. Vio pasar por la sucursal a otros muchos oficinistas que iban siendo enviados a la postre a pueblos y provincias distantes. Durante un buen tiempo coincidió con Arturito Donbella, un personaje que siempre presumía de haber nacido para banquero, y no se equivocaba. Tenía pocos escrúpulos y llevaba a gala recordar a los depositarios que la banca siempre gana. Cuando se inventaron los primeros productos fraudulentos, mientras Anselmo se negaba a ofrecerlos e incluso condonaba las comisiones bancarias, su colega Arturito colocaba las preferentes sin pudor, a sabiendas que iban en perjuicio del cliente. Y así, mientras el primero fue castigado a triturar documentos con una penalización cada vez mayor en su nómina, el segundo prosperó tanto que llegó hasta la presidencia del banco.
El día de su jubilación Anselmo decidió visitar a antiguo compañero. Fue difícil acceder, pero al final lo consiguió. Le recibió de pie y le entregó para el recuerdo un cenicero y un mechero con el emblema en oropel de la entidad. Pero si yo no fumo Don Arturo, le dijo ante su sorpresa. Siempre tan desagradecido Anselmito, y con estas palabras le apresuró a que se marchase. Una última cuestión Señor Donbella, masculló casi implorando, debería considerar las condiciones económicas de sus trabajadores. Mientras le cogía por el hombro para acercarlo a la puerta le argumentó: sé que me tienes aprecio y por eso entenderás que si alguien necesita un aumento de sueldo ese soy yo. No te puedes imaginar la de gastos que tengo. La Universidad de los niños en Estados Unidos, la cuota del club de golf de mi mujer, el atraque del barco en Puerto Banús, las mensualidades de las tres personas que tengo de cuerpo de casa. Porque, sí Anselmo, yo genero empleo con mi salario, pero ¿y tú?. Anselmo estaba tan apesadumbrado que se fue directamente al notario, y decidió hacer un testamento solidario a favor de Don Arturo.
No exentos de cierta envidia, hay buena gente que llega a admirar y a compadecerse de los ricos. Sólo así cabe entender por qué les apoyan en decisiones trascendentes que van contra ellos mismos, empobreciendo al pobre mientras enriquecen al rico.
Envía tu noticia a: participa@andaluciainformacion.es