Una de las mayores emociones que descubres en el cine desde pequeño es la grandeza de poder compartir carcajadas en una sala a oscuras junto a decenas de desconocidos. La grandeza, en realidad, procede de quien es capaz de provocar todas esas risas, de quien hace olvidarnos de nuestras existencias por medio del gag o la mera composición cómica de una escena o una historia entera. Lo peor es que cada vez resulta más difícil encontrar a quien sea capaz de lograrlo. Lo consiguió hace unos años un tipo completamente desconocido, Gene Stupnitsky, con una película aparentemente inofensiva, Chicos buenos, que me hizo llorar de risa con las ocurrencias y tribulaciones de sus pequeños protagonistas.
Eso hace más atractivo si cabe el reencuentro con el nuevo trabajo de Stupnitsky, Sin malos rollos. Y es cierto que ha perdido la capacidad de sorpresa y la frescura de la comicidad de su anterior trabajo, pero tampoco parece que sea eso lo que vaya buscando, ya que lo que consigue es tomar prestadas las reglas del subgénero de la comedia gamberra americana de los años 80, pero incorporándole sustanciosos matices narrativos que redundan en favor de una madurez que sitúan su cine en un nuevo nivel dentro del mismo ámbito, como si estuviese decidido a tomar el relevo de la corriente liderada hace una década por Judd Apatow -la comedia gamberra hecha por quienes crecieron viendo Porkys-, siendo plenamente consciente de sus nuevas posibilidades.
La historia, de hecho, parece tomada de alguna de aquellas “americanadas” de hace cuatro décadas: un matrimonio contrata los servicios de una chica con el objetivo de que se ligue a su hijo y lo desflore para que se haga un hombre antes de ir a la universidad. Y sin embargo, Stupnitsky se las arregla para convertir el eje central de la trama en una excusa cómica en torno a la cual giran otra serie de cuestiones de cierto trasfondo crítico, como la rendición frente a la turistificación, la intrascendencia de la nueva clase media americana, la delgada línea que separa el éxito del fracaso, las aspiraciones de las frustraciones, la cultura de la cancelación y la deriva de la juventud -sensacional la secuencia en la que Jennifer Lawrence termina clamando en una fiesta universitaria: “¿pero es que ya nadie folla?”-. Y Lawrence, por cierto, está fantástica, igual que su dócil pareja, Andrew Barth Feldman -ojo a su versión de Men eater-.
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