Distintos condicionantes -que a la postre fluctuaron en pulsiones de profesionalidad- avalaron la singularidad de esta puesta en escena. Por un lado la enfermedad que se cebó con el polifacético Luis Guerra el pasado domingo y cuya dolencia casi provoca la suspensión de la convocatoria de anoche. Pero Luis Guerra demostró la prelación de su profesionalidad, el énfasis de su vocación, la legítima lealtad de la talla actoral. Ni se pospuso la representación de la obra ni tampoco -para sorpresa de propios y extraños- faltó Luis a la encarnación de su papel. Actuó, eso sí, en silla de ruedas pero… ¡qué poderío de facultades a las duras y a las maduras! ¡Cuánta conjugación de las temperaturas de la sencillez! ¡Cuán llegadizo contagio del personaje! De otro lado el estreno de un puñadito de jovencísimos actores que por vez primera se enfrentaban al vivo y directo de la cuarta pared. Pero ni defraudaron ni acartonaron la escenificación de una historia palpitante de situaciones extremas y de corazones desbordantes. Si bien la música intensificaba las cúspides discursivas de la sinopsis, el público prorrumpió al unísono en atronadoras ovaciones al término de cada uno de los tres actos.
No cabe, pues, la precisión de otros dispositivos analíticos. Sobriedad decorativa, estructura ortodoxa -presentación, nudo y desenlace- y salpicados humorísticos que aliñaban con sal y ocurrencia la potencialidad nostálgica (amores imposibles, amores confusos, amores no correspondidos) del drama. Regusto de satisfacción unánime. Abrazos, felicitaciones y un aperitivo de brindis y jerezanía para una noche de verano invitadora a la tertulia y a la ganancia de novísimas amistades
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