Aquí, en este mundo en el que tenemos días mundiales para todo, también para la salud (7 de abril), aunque luego nos falte verdadero entusiasmo y salud contagiosa para celebrarlo, debiera cuando menos servirnos la efemérides para avivar la reflexión sobre proyectos globales de vida capaces de armonizarnos. Quizás el punto de inicio sea quitarnos el caparazón individualista y abrirnos a la naturalidad social de vivir para los demás. La salud urbana es importante pero la salud mental es el motor para poder abrir los espacios públicos a una vida más vida. Por ello, el mundo precisa personas mentalizadas en la solidaridad social y ambiental. Sólo así se podrá reducir la contaminación atmosférica y acústica, así como las congestiones del tráfico y la delincuencia, las mejoras de las viviendas, el saneamiento y la seguridad de los alimentos y el agua.
A la sociedad actual dice afanarle y desvelarle la salud. Parece que es algo innato buscar un medio saludable para vivir y querer estar protegidos contra las enfermedades. Buscamos lugares de trabajo seguros e higiénicos. Peleamos por asistencias sanitarias fiables. Sin embargo, en la mayoría de las veces, obviamos que el mundo se ha globalizado y que las enfermedades no conocen fronteras. Así, pues, los retos de la supervivencia humana deben ser retos comunes, lo que exige fomentar la salud en todo el mundo, reducir las alarmantes desigualdades que actualmente cosecha el planeta, ofrecer más información educativa e impulsar los conocimientos sobre la salud globalmente. Ya me dirán cómo se puede llevar a cabo esta labor si los sistemas de salud en algunas naciones son inexistentes o se encuentran en situación precaria. Esta es la genuina verdad que hay que llevar a buen puerto. Cuando existe una amenaza de pandemia, sea donde sea, hay que elaborar planes coordinados por toda la tierra. Nadie está a salvo, por muy pudientes que sean algunos Estados. Conviene tener presente, además, que la causa de muchos males proviene de los países industrializados, consecuentemente deben contribuir con más esfuerzo económico a mejorar el medio ambiente.
Está bien que la salud nos preocupe y ocupe a todos, pues nada se identifica tanto con la vida, por ello habría que considerarla de una vez por todas como un bien común internacional e invertir más en ello para forjar un porvenir más seguro, que el que parece atisbarse. El mundo ya conoce las causas básicas de los problemas de la salud. Sin más dilación, hagámosle frente y preveamos las fuerzas contrarias como pueden ser los efectos del cambio climático. En el siglo XXI, como apunta la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud es una responsabilidad compartida, que exige el acceso equitativo a la atención sanitaria y la defensa colectiva frente a amenazas transnacionales. Su agenda es bien clara: promover el desarrollo, fomentar la seguridad sanitaria, fortalecer los sistemas de salud, aprovechar las investigaciones, la información y los datos probatorios, potenciar las alianzas, mejorar el desempeño. Por desdicha, la factura mayor de la falta de salud en el mundo, suelen pagarla todavía los grupos más desfavorecidos y vulnerables.
Por mucho que se diga, las gentes que viven en barrios marginales de ciudades o en zonas rurales remotas, apenas tienen voz que les escuche. Los niños que sobreviven en estas cloacas son las grandes víctimas. A pesar de que en septiembre de 2002, en la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible, se inauguró la Alianza en favor de los Ambientes Saludables para los Niños, millones de chavales mueren de diarreas, afecciones respiratorias y otras amenazas ambientales presentes en su propio hábitat familiar. En suma, hacer extensiva la calidad de vida en una sociedad globalizada es tan justo como preciso. De lo contrario, ¿cómo se puede permitir que la salud sea privilegio de unos pocos, mientras vastos grupos sociales viven una existencia infrahumana? Así no se prepara el futuro de la vida para el futuro de la humanidad.
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