Fue hermoso, sincero, natural como la noche metida en agua de diciembre que sucedía fuera, en las calles de Sevilla. Anoche vi lágrimas queriendo escapar de sus ojos, de los ojos de mi amigo. Yo estaba tan cerca que casi observé cómo se precipitaban de las cuencas de sus ojos. No eran de cristal sino de sal. Yo nunca percibo nada postizo en Miñarro, tan puro, tan capaz de casar el alma con la razón y que no haya rencillas. El profesor tiene el don del amor por saber y el talento de la fe para vivir en permanente esperanza. No lo sabe, pero es una misión de Dios, un encargo. Es el Altísimo quien mueve los hilos para que Juan Manuel Miñarro tienda esos puentes que nos hacen abrir la boca cuando habla, llorar cuando vemos su obra, sonreir cuando aprehendemos sus dictados. Sin darse cuenta, a veces siento que mi amigo maneja con más naturalidad las palabras que las gubias.
Ahora, mientras escribo y recuerdo lo vivido anoche en el plató, tengo el alma en pie. Mi mujer, al fondo en la oscuridad de la zona menos iluminada detrás de las cámaras, tiene entre sus manos mi siguiente regalo. Es una edición preciosa del "Disputado voto del señor Cayo", de mi escritor (porque es mío) Miguel Delibes. Miñarro tiene delante al hombre de la síndone parido en una impresora 3D. Estamos hablando de realidades, desapariciones, milagros, alma y carne.
El maestro se come las uñas para que sus yemas acaricien el alma de la materia sin más intermediarios que la piel misma de los dedos. Sí, le faltan uñas y le sobran razones para compartir, alegatos de amor y bondad cosidos a la ciencia. Ayer hablamos otra vez de Dios, del universo, de la creación y de la certeza de la fe. Porque la fe no es una ilusión sino una certeza. Las personas somos en gran parte la suma de lo que otras personas forman en nuestro ser. Y Miñarro es de quienes moldean, pegan bolas de barro en la conducta de sus amigos, imprime carácter. Te vence y te convence.
Hace unas horas, cuando salimos anoche de la tele, con las espadañas jugando a verse en los amplios charcos de la Cuesta del Rosario, lo vi marcharse en la noche sevillana. Plaza del Salvador. Al fondo meditaba Juan Martínez Montañés, tranquilo, y cerca mía aún emprendía el regreso a a casa su tocayo Juan, el profesor. Yo me marché con los dedos entrelazados de mi mujer por la coqueta Entrecárceles, con un ejemplar del "Disputado voto del señor Cayo" en la mano que me quedaba libre. El alma iba ocupada, de tanto amor por la mujer que llevaba de la mano y por la certeza en el alma de que mi amigo Juan Manuel Miñarro está en la tierra porque el Señor me lo ha mandado para que piense...para que ame. Para que crea.
Llovía sobre nuestro amor, sobre el libro de Delibes, y sobre el trozo de lino que mi amigo llevaba bajo el brazo para que la cara de Dios quedase a la altura de su corazón.
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