Al adentrarme hacia el polígono industrial no puede por menos que recordar al ejemplar sacerdote que tanto luchó por los pobres y que para ello utilizó todos los precarios medios que existían en aquellas fechas habiendo llegado a utilizar un programa especial de Radio Algeciras, en el que llegada a solicitar de los oyentes la aportación de un simple ladrillo para la obra que se había empeñado en llevar a cabo y en la que contaba con incipientes albañiles y peones sacados de las filas de los feligreses de la parroquia, que con la mejor voluntad del mundo aportaban sus esfuerzos y su dinero más que sus habilidades.
Mi querido amigo Pepe Vallecillo (q.e.p.d) se ocupó en los últimos años de su vida de tratar de conseguir que se erigiera un monumento en memoria del Padre Flores y para ello se abrió una cuenta bancaria para recibir donativos al efecto. No se si fructificó de alguna manera su gran idea, aunque dada la especial idiosincrasia de nuestras autoridades municipales mucho me temo que el proyecto se ciñese exclusivamente a lo que hay en la rotonda de Los Pastores.
El testigo del Padre Flores lo tomó otra persona ejemplar, el padre Francisco María Cruceyra, que nos llegó desde San Fernando y que desde los primeros momentos se dio perfecta cuenta de que iba a tener que desplegar un ímprobo esfuerzo para ponerse a la altura de las circunstancias.
No dudó el sacerdote en continuar con la labor emprendida por su malogrado antecesor y al poco tiempo ya se había ganado la confianza y el respeto de los fieles que a diario y en especial en los días festivos abarrotaban la parroquia.
El Padre Cruceyra fue todo un innovador y consiguió convertir su parroquia en el centro de atención de la comunidad católica algecireña. Desplegó una inusitada actividad con los jóvenes y gracias a su esfuerzo se consiguió recuperar una alicaída Semana Santa que estuvo a punto de desaparecer. No descuidó tampoco sus esfuerzos hacia las clases más humildes y buena prueba de ello es el actual comedor social que existe en la actualidad en la avenida Agustín Bálsamo y que lleva su nombre y al que acuden a diario muchas personas en demanda de ayuda.
No puedo olvidar en este relato otros notables curas de los cincuenta como Don Miguel que fuera párroco de la parroquia de San Isidro y profesor de religión en el instituto. Era una persona muy buena y de trato muy agradable. Paralelamente ejercía otro sacerdote el Padre Don Francisco, párroco de Nuestra Señora de La Palma, que también fuera nuestro profesor y al que temíamos más que a una vara verde, en especial en las confesiones. Para evitar sus severas reprimendas lo que solíamos hacer era confesar a primera hora de la mañana con Don Miguel y ya libres de pecado hacerlo más tarde con Don Francisco. La verdad es que la argucia nos daba buenos resultados.
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