Uno de los primeros trabajos con los que se dio a conocer el multi instrumentista estadounidense, Sufjan Stevens, fue Michigan, un compendio de canciones y melodías dedicadas al estado de los grandes lagos. Dos años después publicó un nuevo disco bajo el título de Illinois, dedicado igualmente a retratar el pasado reciente de uno de los estados más importantes de Norteamérica a través de una veintena de canciones asombrosas en las que hablaba de avistamientos de ovnis, de Chicago, Jacksonville, Capone, Casimir Pulaski -uno de los grandes aliados de George Washington- y de la aterradora historia de John Wayne Gacy Jr., el asesino en serie que ocultaba en el sótano de su casa decenas de cuerpos y que inspiró a Stephen King para crear al diabólico payaso de It.
Cuando le preguntaron por qué había dedicado un nuevo disco a otro estado, respondió que su gran proyecto musical pasaba por componer uno para cada uno, lo que equivaldría a a medio centenar de álbumes: casi una vida entera, y siempre que rindiera a disco por año. Las cuentas no salían, y mucho menos cuando su siguiente trabajo, The Avalanch, era una especie de ampliación de Illinois, con temas fantásticos, como los dedicados al Nobel de Literatura, Saul Bellow, o al político demócrata Adlai Stevenson, rival en primarias de Kennedy y creador de frases míticas, como la que lanzó a los republicanos en su día: “Dejen de contar mentiras sobre nosotros o contaremos todas las verdades sobre ustedes”.
Sufjan no ha vuelto a componer sobre ningún otro estado desde entonces, pero ha desarrollado una imparable y arriesgada carrera musical que es el fiel reflejo de su espíritu inquieto, demasiado como para atenerse a un único proyecto de vida y acorde asimismo a su sentido del humor, pero no es el único creador que ha establecido un reto similar a la hora de levantar su propia obra.
Tenemos el reciente ejemplo del escritor escocés Alan Parks, que se ha propuesto escribir una serie de doce libros, uno por cada mes del año, protagonizados por el policía Harry McCoy. Por ahora parece dispuesto a cumplir con el contrato: lleva tres -Enero sangriento, Hijos de febrero y Bobby March vivirá para siempre-, y son sensacionales, a la altura del nervio de Jo Nesbo, pero sin el frío noruego y con un marcado realismo social, a partir del Glasgow de los primeros años setenta; es decir, ríos de pinta y de whisky, pubs humeantes, lluvia, el submundo criminal de una ciudad en decadencia, mafiosos con arrugas y cicatrices, la lacra mortífera de la heroína y mucho rock and roll, hasta el punto de que a veces parecemos escuchar la música a través de sus mismas páginas, desde Bowie hasta los Stones.
También son doce proyectos -once temporadas y una película- las que han necesitado Vince Gilligan y Peter Gould para completar el sangriento, corrupto y desesperado universo iniciado con Breaking bad y ahora clausurado con Better call Saul. Con tales antecedentes, el reto no ha sido solo cumplir con un contrato, sino mantener el nivel que exigían las circunstancias.
El último episodio del exitoso spin off dedicado a Saul Goodman lo ratifica: es magistral, tanto a la hora de decantarse por un final sin mancha, como a la de establecer una trayectoria moral que sitúa al espectador frente a los dilemas de algunos de los personajes a través de una tramposa cuestión: “¿Hasta qué momento del pasado viajarías para cambiar algo de tu vida si dispusieras de una máquina del tiempo?”. El personaje de Goodman lo tiene claro: todo se reduce al dinero. Sin embargo, la mayoría pondrá fecha a aquella ocasión en la que cometieron algún tipo de error.
Pero el error, como advierte Walter White, es que cuando hablamos de máquinas del tiempo lo hacemos de arrepentimiento, no de una improbabilidad científica. Y en esa metáfora sobre nosotros mismos, sobre nuestra necesidad para dejarnos vencer por nuestros arrepentimientos, cabemos todos, desde un repartidor de comida rápida a un presidente del Gobierno. O, al menos, debería.
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