Leo con animado interés algunos de los títulos que estrenará Netflix en las próximas semanas y casi de forma simultánea a los cines, entre los que se encuentran El poder del perro, de Jane Campion; No mires arriba, con Leonardo Di Caprio y Jennifer Lawrence; Fue la mano de Dios, de Sorrentino; e Imperdonable, con Sandra Bullock. Todo un alivio tras la deriva de un otoño en el que sus películas han respondido poco a las expectativas generadas por la misma plataforma desde sus primeras incursiones en el mundo del largo (no olviden joyas como El irlandés o Mank). Ejército de los muertos, Fauces en la noche y, ahora, Alerta roja, ponen de manifiesto que han aprendido a conceder más mérito al presupuesto que a la propuesta, salvo que esta última vaya ligada a un estudiado algoritmo que tiene en cuenta las preferencias de la inmensa mayoría de sus usuarios en el mundo -si pueden, no se pierdan el capítulo de la nueva temporada de Larry David en el que recrea una visita a la sede de la compañía para entender de qué les hablo-.
En Alerta roja lo que sobresale a primera vista es el presupuesto, bajo el compromiso exclusivo con el entretenimiento y el sentido del espectáculo, aunque tanto en uno como en otro caso hay que hablar, más bien, de un mal entendido sentido, puesto que la sucesión de tiros, explosiones, persecuciones, golpes y escenarios por diversos escenarios del mundo -incluida Valencia, aunque ese plano de la plaza de toros con el Guadalquivir al fondo es La Maestranza de Sevilla-, resultan artificiales, impostadas e importadas de un catálogo de lugares y frases comunes, y lo que es peor, sin el suficiente sentido del humor con el que ejercitar cierta complicidad con el espectador, algo que sí pretendía la película que parece servirle de referencia en muchos momentos, Noche y día -el plano de la pareja en el coche que, en realidad, va sobre un vagón de tren, admitía la gran mentira de su argumento-.
Ni siquiera su más que atractivo trío -Dwayne Johnson, Gal Gadot y Ryan Reynolds- parece tomarse en serio un argumento que obedece antes a las reglas y fórmulas de un videojuego de acción, que a las de un guion de cine, puesto que más que escenas lo que se van superando son pantallas. Su director Rawson Marshall Thurber, en su tercera colaboración con Johnson, se limita a ejercitar planos secuencia imposibles para marcar un ritmo acelerado. Es un recurso, pero tan insuficiente como su película.
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