Un viejo profesor de la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla bromeaba hace 20 años en sus clases de Historia con que el valor de la democracia frente a la dictadura comunista durante las décadas de la Guerra Fría consistía en disponer de más sabores de yogures en el lineal del supermercado. Lamentablemente, tenía razón. Los poderes económicos nos han despojado de nuestra condición de ciudadanos en el primer mundo para someternos como consumidores. De manera que nos sentimos libres cuando caminamos sobre la mullida moqueta de un centro comercial, pagamos con la tarjeta y volvemos a casa cargados de cosas que no necesitamos.
El colapso provocado por la pandemia del Covid ha mostrado la vulnerabilidad de un sistema global de producción, transporte y consumo orientado al crecimiento constante, que debe estar permanentemente en funcionamiento. Lo peor es el coste de frenar una maquinaria que ni tan siquiera nos hace felices. El consumo de opiáceos se ha disparado en el primer mundo porque lo que uno busca no suele estar allá donde nos han dicho que busquemos: ni en el menú de Netflix, ni en la pantalla del móvil. Como apuntaba en los ochenta Tierno Galván, tener frigorífico y coche no es suficiente.
La factura medioambiental es, por otro lado, inasumible. El Club de Roma advirtió de los límites del crecimiento en 1972 y sus pronósticos no difieren mucho de lo que sufrimos actualmente. Desde el año 1990 estamos viviendo por encima de la capacidad de carga del planeta. Y el cambio climático es una realidad que está provocando ya auténticas calamidades, mientras los líderes mundiales son incapaces de llegar a acuerdos.
Ante esta coyuntura, el decrecimiento es la única opción. No se trata únicamente de consumir menos, sino de transformar el paradigma económico, social y moral. Como planteaba el profesor de Sociología y Antropología social de la Universidad de Valencia Ernest García, profesor hace década y media, es preciso sustituir la economía de escala, competitividad y urgencia por la escala reducida, eficiencia, cooperación, durabilidad en el marco de la democracia para evitar la aparición de totalitarismos aprovechando la catarsis.
Es el momento de abordar seriamente la responsabilidad social de las grandes corporaciones y establecer límites a las empresas tecnológicas, estudiar la viabilidad de una renta universal, debatir sobre las tendencias laborales y comprometerse con la lucha contra el cambio climático, calcular el coste de todo ello y dividir la factura entre las administraciones públicas y los poderes económicos. Los ciudadanos también deben conocer el precio desorbitado que pagamos todos cada vez que consultamos Google o envímos un email, recibimos un paquete de Amazon o estrenamoz teléfono móvil. No corren buenos tiempos para las revoluciones, pero no hay alternativa.
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