Eric es mi padre. Ruth, mi madre. Me llamo Haia. Las primeras palabras llegan raudas. Las que importan requieren paciencia. La que ahora no tengo. El futuro es una página casi en blanco, garabateada de buenos deseos. Papá gritó a mamá esta mañana, desde el cuarto de contadores. El grito subió el hueco de la escalera formando una especie de altar. Llegó cansado a oídos de mi madre, en ropa de casa, detrás de la puerta. Luego, en la librería, estuve ojeando un libro. Nada sorprendente: un libro en una librería. Todos los que he tenido en mis manos estos años (cuatro). Uno encima de otro (postura natural de un libro), formarían una especie de altar: los que ojeé este verano y los que ojearé el verano que viene. El que tuve en mis manos esta mañana. A la salida de la librería, los posters empapelaban las marquesinas, los muros y las farolas. Parecía una versión norteafricana de París en mil novecientos setenta y dos. Eso dice Eric, mi padre. Esa es una rara cualidad de Maravilla: ser todas las personas. Una ciudad que no sabe (ni quiere saber) de edad. En ese contexto, una niña solo puede ser su cronista, su absoluta devota. A la salida de la librería, las palabras de Ruth, mi madre. Yo las había trascrito literalmente, pero mi memoria las devolvía a su antojo. Las palabras no dichas, el silencio, lo que mi madre no dijo. Las primeras me salvaron la vida. El segundo ahora sabemos que jamás tuvo lugar. Lo tercero era cuestión de tiempo hasta que mi padre gritara a mi madre a través del hueco de la escalera. Yo sabía que una vez llegaran a ella, las palabras de papá la harían olvidar, porque con ella nunca es suficiente, para ella todo es urgente, urgencia que se traduce en horas y horas en vela, lo que tardan mis palabras en llegar a su paciencia, porque con mamá nunca se sabe. Todo es culpa de una palabra, y esa palabra, no dicha, es capaz de tenerla postrada en cama medio día, con la duda de si algún día volverá a hablar, si volverá a decir eso que espera en el cielo de su boca. Suerte que al final ella lo entiende y comienza a hablar. Sabe que conmigo no hay paños, se va olvidando de su mutismo, y ya es Ruth, mi madre, de nuevo. La señora Áurea. La lengua tiene memoria, y por eso Ruth regresa de sus silencios parlanchina, llena de buenos deseos, es Ruth en su plena expresión. Vuelve a su lengua, regresa a su casa, sale de su mutismo empecinado para ser la Ruth que amamos. El silencio de mi madre, o mejor dicho, el silencio en mi madre. Desde que la conozco (cuatro años) ha estado entrando y saliendo de las palabras, dejándolas a un lado o arrojándolas, como piedras. Esta mañana, sin embargo, estaba pletórica. Entre la noche sin dormir y el arrullo de las palomas, parecía un Viernes de Dolores, pero sin cirios ni llagas, sin altar ni imagen. En silencio. Antes, en el sueño, el incendio, el siseo del viento entre las llamas, la mesita de noche ardiendo junto a la pila de libros, lo raro que me parecía que en la parte que había ardido, creciera un cementerio, tumbas intactas, decía una voz, a excepción de los dientes de los difuntos, que alguien se había empeñado en saquear y apilar en un altar improvisado. Pero eso ya me lo decía yo (no la voz), con la certeza absoluta de estar viendo un altar de dientes a los pies de la cama, junto a la biblioteca y las fotos en las que sonreímos Ruth, mi madre, Eric, mi padre y yo, Haia. Antes del sueño, el silencio de mi madre, sus vueltas en la cama, su respiración que intentaba, en vano, convocar el sueño, las palabras no dichas que mamá fue apilando sobre la almohada, como una forma de exorcismo, un rito del que ella fuera la única oficiante, y yo, su hija, frente a ese altar, como una devota, pidiéndole por mí y todos mis muertos, y mamá invocando todas las palabras, convocando una lengua de fuego, pasándola a través de los dientes, los libros, las fotografías, usando el viento, fumándose las palabras, bebiéndose los suspiros, y yo llorando, y papá fumando y bebiendo, usando el ron, los cigarrillos y las lágrimas para decirle a mi madre todo lo que no se atreve a decirle en persona. Después, el sueño. Pero horas más tarde, al salir de la librería, la fiesta, el sol barriendo las hojas que osaban caerse de los plátanos, las mariposas entrando y saliendo de la calle, como pompas de jabón, como si yo tuviera diez y seis años, es decir, doce más de los que tengo, es decir, una eternidad, las mariposas desordenando la seriedad fingida de la mañana, las glicinas en ordenados parterres a ambos lados de la calle, esperando ser miradas. No se oía un gallo. Si acaso, un despertador lejano. Un revuelo de manos buscaba cerillas. La misma tenue alegría de cuando yo tenía un año menos, la alegría de Maravilla, una ciudad que no sabe (ni quiere saber) de edad.
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