Veredictos

La tarde en que volví a ver a Claudia Paredes

En El vientre de la ballena (Literatura Random House, 2014) Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) esboza un enigma de índole autobiográfica.

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En El vientre de la ballena (Literatura Random House, 2014) Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) esboza un enigma de índole autobiográfica. El narrador de la tercera novela de Javier Cercas bien podría ser el propio Cercas, si no fuera porque en la novela aparece un personaje con ese nombre. El protagonista de El vientre es Tomás, demasiado inocente, demasiado carente de confianza en sí mismo, demasiado consciente de sus propios fracasos como para ser un alter ego del autor cacereño. O al menos eso es lo que Cercas parece decir, lo que a Cercas le gustaría que pensáramos.

Novela de campus ambientada en los años 90 del pasado siglo, la Universidad española es aún ese locus donde intereses y grupos de presión internos socavan el verdadero trabajo intelectual y la investigación. Tomás trabaja, al igual que Cercas al escribir la novela, como profesor interino en la Universidad. Su estado de ánimo oscila entre lo serio y lo cómico durante toda la novela. Tomás es un profesor impetuoso e ingenuo, un novelista en que quiere escribir una novela pero no sabe cómo hacerlo. Tiene, eso sí, un excepcional comienzo: “Aún no ha pasado año y medio pero es como si ya hubiera pasado mucho tiempo desde la tarde de agosto en que volví a ver a Claudia Paredes y volví a enamorarme de ella” (p. 13).

Marcelo Cuartero, su mentor en el departamento de literatura española, es su ancla emocional e intelectual. Tomás y él no hacen sino hablar de literatura, de día y de noche, en casa de Marcelo y en los bares, sobre Dostoievski, Azorín y Dumas, sobre la amistad y lo que significa. Todo escrito con un tono pausado y afanosamente discursivo. En sus intentos por comprender su relación con Marcelo y el resto de los personajes (por no decir su relación consigo mismo), Tomás utiliza la literatura, y podría aplicársele la distinción entre un buen escritor y un buen novelista que sostiene Marcelo: “Martínez Ruiz no es un gran novelista (…) Baroja sí es un buen novelista, pero no es un buen escritor (…) acuérdate de lo que decía Hemingway sobre Dostoievski: no escribe como un artista pero todo lo que escribe está vivo. A Martínez Ruiz le pasa lo contrario: escribe como un artista, pero casi todo lo que escribe está muerto” (p. 131). 

Tomás sabe describir a los personajes de su relato: “La decana era una mujer morena y vivaz, con la piel rosada, los labios delicadamente dibujados, los ojos verdes y brillantes y la sonrisa pronta” (p. 114); “[Marcelo] Lucía un pelo graso, rojizo y abundante, dividido en dos crenchas por una raya indeleble; la frente era despejada y bajo las cejas, altas, circunflejas y velludas, acechaban unos ojos” (p.120); pero Tomás no logra hacernos “ver” a esos personajes, que sintamos algo por ellos. Sus debates sobre lo que la ficción debería ser pronto se convierten en algo tan aburrido como el paisaje intelectual de la Universidad. El discurso de Tomás es académico, sobre todo al principio, su libro está escrito con inteligencia y humor, pero sin sensación.

Sin embargo, El vientre pronto se convierte en la crónica de las aventuras y  desventuras de este profesor de literatura. Tomás se encuentra por casualidad con Claudia, un amor de adolescencia, y todo explota. Irónicamente, a pesar de que se encuentra en el corazón de la mentira,  la narración se dirige hacia la verdad a la velocidad de la luz. Comienza un juego de equívocos en el que Tomás siente que es a veces otro y a veces él mismo: “”Una de las ventajas de escribir es que acaba prestando a quien escribe una inteligencia que en realidad no posee”. La frase me pareció tan feliz que la juzgué una confirmación de la idea que formulaba” (p. 159).

A partir de ese momento, Tomás se dedica a crear su propio espacio, ese “vientre de la ballena” en el que se ve obligado a interactuar consigo mismo como si formara parte de un diabólico juego auto-referencial: “La felicidad no exige razones: uno nunca se pregunta por qué es feliz; simplemente lo es, y basta. Con la desgracia ocurre lo contrario: siempre buscamos razones que la justifiquen, como si la felicidad fuera nuestro destino natural, lo que nos es debido, y la desgracia una desviación perversa cuyas causas nos esforzamos en vano en desentrañar” (p. 234).

En cierta forma, la historia de Tomás es una historia que lucha por ser contada. Al hacerlo, Tomás se convierte en autor y personaje de su propia ficción. El escritor se valida a sí mismo al convertirse en voz de su propia historia; consigue salvarse, deja de ser un aspirante a la vida, un fantasma, un fracaso moral y emocional, para identificarse y fortalecerse en la experiencia. Por lo tanto, El vientre no es solo un amargo retrato de la Universidad española, que desperdicia su esfuerzo en las disputas internas y las luchas por el poder. Es además, una clase magistral sobre los límites entre realidad y ficción. Encontramos aquí al mejor Cercas, y se hallan, en germen, ideas que el escritor cacereño desarrollará en novelas como Soldados de Salamina (2001), La velocidad de la luz (2005), Anatomía de un instante (2009) y Las leyes de la frontera (2012).

A Cercas le interesa el salón de espejos de la ficción tanto como a cualquier posmoderno, pero a diferencia de la mayoría de posmodernistas él tiene cuidado de no caer cegado por sus propias presunciones. El enigma autobiográfico es sólo una forma de burlarse de nosotros y de sí mismo, de jugar con nuestras expectativas acerca del narrador y la narración; lo que salva a El vientre de ser una novela de taller de escritura es su humanidad. Como Soldados de Salamina, es una exploración compleja sobre el complejo de culpa, la ficción y la autenticidad, la imposibilidad de la redención y la plausibilidad de la auto-indulgencia.

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