Sindéresis

Una situación inoculada

Un niño se cree lo que le digas, porque necesita creer en ti y que lo protejas e impartas justicia, que no lo dejes abandonado.

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Lo llaman gordo en el patio del colegio. La llaman bollera. Mora de mierda, enano, maricón, subnormal. Le dicen que su padre es un borracho. Le dicen que se viste como una puta, en el patio del colegio. Unos niños de otro curso saltan la valla que separa los dos patios, uno lo sujeta y el otro le da una patada en la barriga y lo deja sin aire. Solo el profesor dice su nombre real en clase, pero incluso a éste lo vio una vez sonreír cuando una niña lo llamó Calamardo.

La grabaron con un móvil cuando se quitaba la compresa en los servicios. No ha habido un solo lunes, martes, miércoles, jueves o viernes de este año que no se haya levantado embargado por la tristeza, ni un día que no haya desayunado con nauseas. Ni un domingo que no haya deseado amanecer muerto o dentro de otro cuerpo y de otra familia y de otra vida.

El profesor de matemáticas dijo que estaban los dos castigados por armar alboroto y que debían ir los dos al despacho del director y que debían esperar los dos en el banco hasta que la puerta se abriese, pero solo uno de ellos se meó encima por el camino.

Su padre le dijo que el jefe de estudios se había enfadado, que cómo  podía pensar que sucedía eso en el colegio, que estaban atentos al más mínimo síntoma, que en su patio no había acoso escolar, que había casos puntuales, pero que no se podían facilitar datos, que ellos se pondrían en contacto con la otra niña, que eran casos puntuales, que cómo podían pensarlo.

Su madre volvió casi a la hora de la cena y la arrastró por los pelos hasta la puerta de la casa. Le dijo que si tenía coño para escupirle todos los días a otra niña, tenía coño para quedarse sin cenar todas las noches y para dormir fuera. Y si no, que se fuera con su padre; suerte.

Su padre mira la tele con los ojos rojos. Hace ruido cuando come. A mí no me importa que sean lo que sean, dice, pero en la calle, no. Si veo a dos besándose en la calle las reviento a palos, dice. Su madre la ve llegar con los ojos rojos y olor a porro y le dice que vaya tela, le dice que friegue los cacharros de la cena, le dice que no se le ocurra meterse en su cuarto, escucha el portazo y dice que hay que ver esta niña, y sigue viendo la tele.

El profesor le pregunta si le hace gracia que su compañero se sepa la lección. Le dice que si es tan gracioso, a lo mejor podría explicarles a sus compañeros por qué ha suspendido cinco de nueve. Le dice que no vale para nada.

Y se lo cree. Le dicen que es una mierda y se lo cree. Un niño se cree lo que le digas, porque necesita creer en ti y que lo protejas e impartas justicia, que no lo dejes abandonado. Y nosotros necesitamos que se lo crea, que tenga fe en que todo esto de la sociedad tiene sentido, y que él o ella tienen un hueco dentro.

Lo necesitamos porque no queremos que esto le pase a nuestros hijos, porque no queremos ir a un funeral autoinfligido. Pero no nos manifestamos por ellos, sino por las víctimas de otros tipos de violencia, entramos con luz y taquígrafo en los centros de retención, pero no en las aulas. Llamamos hijo de puta asesino al que ha sido criado como tal. Igual ayudamos a criarlo así cuando éramos niños. 

Mezclamos frustración con ira, desconfianza, dolor y trauma, y queremos que de ahí salga el ciudadano que nos gustaría tener como vecino, juez o policía. Y cuando no sucede, pensamos que es como una situación inoculada por otros, nunca nosotros, o que no tiene explicación. Que hay que hacer algo. Pues hagamos algo ya, porque cuando tengan veinte años, será tarde.

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