Sindéresis

El mejor juego del mundo

Nos da miedo haber sido la mascota todo este tiempo; una cosa es decirlo en el bar y otra cosa es decirlo delante del espejo.

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Mi perro me trae una manta roída y suave para que yo jale de ella con la mano, y él con los dientes, como si intentáramos quitárnosla de verdad. Para él es el mejor juego del mundo. Podría atravesar una pared, con la manta colgando del hocico, si tuviera que encontrarme. Yo sé que es un juego que sus genes le piden, pero realmente está entrenando para luchar por un trozo de carne, arrancar una garganta, cazar o defenderse, y yo juego con él porque me gusta verlo divertirse, y porque prefiero que rompa la manta a que rompa los muebles.

Con la democracia sucede lo mismo.

Votamos a nuestros representantes públicos en lo que es para nosotros el mejor sistema de entre todos los posibles, y los que tienen la manta por la mano, entienden que lo hacemos con tal afán porque estamos genéticamente diseñados para intentar tener el control de nuestras vidas, y prefieren que hagamos eso a que rompamos los muebles.

Pero igual que ni tú ni yo vamos a meter un cervatillo en casa para que nuestro perro lo cace, los que ponen la urna, el papel y los medios, la ley que ampara y el juez que vela, no nos van a dejar por su propia voluntad que tengamos el control sobre nuestras vidas, los medios de producción, la resolución lógica de las causas justas, la dirección a la que se supone que se dirigía la sociedad cuando las cabezas cayeron en sus correspondientes cestos en Europa y Rusia. El acto revolucionario no consiste en hacer caer el sistema, sino en ponerlo en funcionamiento; nunca lo estuvo.

El mejor juego del mundo para nosotros es abrir un libro de historia y descubrir cómo y cuándo cayó el feudalismo, una época en que había una ley para los nobles y otra para los plebeyos. El mejor juego del mundo para nosotros es abrir la Carta Magna y leer que todos los españoles son iguales ante la ley. ¡Sí, papá, jala de la manta, quiero más de esa mierda!

El problema nunca estuvo en la Constitución, que te dice que la cambies, si no te gusta, y te dice cómo hacerlo. El problema es que estamos enganchados al sabor familiar de la felpa de esa manta paduana raída de la que ya hemos aprendido a jalar, el problema es que solo sabemos usar los dientes y no las manos. Tenemos manos desentrenadas, zarpas de almohadilla y espolones limados para mayor tranquilidad del dueño de la casa.

Nos da miedo haber sido la mascota todo este tiempo; una cosa es decirlo en el bar y otra cosa es decirlo delante del espejo.

El problema es que jugar es más cómodo, mientras haya al menos un cuenco metálico con pienso y otro con agua, y no tengamos que marcar el territorio en el mismo sitio donde comemos. El problema es que solo sabemos ladrar o morder, morder o ladrar, pero el destino no se recupera con las fauces, sino con las manos.

Las manos que tejen mantas, fabrican cuencos, manufacturan comida y abren puertas.

Mi perro me trae una manta roída y suave, pero yo estoy mirando la tele, y echo cuentas acerca de lo barato que sale intentar robar el dinero de todos, ya que el dinero para fianzas y el sueldo para abogados, proviene finalmente del dinero de todos, e incluso el de jueces y fiscales. Agarro la manta, miro a mi perro y me pregunto por qué sigue jugando, si yo siempre gano.

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