Hay conceptos que forman parte de nuestra vida cotidiana, y que, de entrada, no son cuestionados nunca o casi nunca. Es el caso del “bien común”. La Real Academia Española de la Lengua define el bien común como “aquello de lo que se benefician todos los ciudadanos”. El bien común tiene un aspecto económico que se centra en la riqueza común, un aspecto social, que busca el bienestar común, y un aspecto filosófico, que arranca desde el pensamiento griego, y que ha dado forma al concepto mismo de bien común. Pero se puede añadir otro ámbito, que en la actualidad goza de un triste protagonismo, y no precisamente porque se desarrolle fomentando el bien común: el aspecto político. El bien común es la piedra de toque que da sentido a todos los servicios públicos, o a todas las realidades que se engloban bajo el epígrafe de “público”. Es el caso de las instituciones que deben regular las actividades políticas, cuyo único fin debería ser, al menos en teoría, la consecución del mayor beneficio posible para la sociedad. Ése es el caso de los políticos de nuestro país –aunque se podría generalizar a otros países-, cuyo trabajo, remunerado con fondos provenientes de los contribuyentes, debe buscar el bien real del mayor número de personas. Sin embargo, sabemos por triste experiencia que no es así. En medio de la crisis económica más grave que ha vivido nuestro país en los últimos años, los políticos españoles, o al menos un buen número de ellos, parecen dedicados a arrojarse mutuamente acusaciones de descrédito, en vez de aunar fuerzas que propongan soluciones positivas que ayuden a salir adelante. El interés de muchos profesionales de la política no parece ser el bien del ciudadano concreto, del hombre de la calle que le vota y sostiene económicamente con sus cada vez más numerosos impuestos, sino mantener unos privilegios de casta, que tienen mucho de cainitas, porque parecen basarse sólo en la destrucción del enemigo. Faltan propuestas creativas y positivas, falta diálogo sincero y franco, y sobran esas acusaciones infantiles del “y tú más”: corruptos en mi partido, en el tuyo más; errores en la gestión política de problemas, vosotros habéis tenido más… y así sucesivamente. En estos días, Jaén ha asistido a esta patética dinámica teniendo como telón de fondo la Catedral y las inversiones que los dos grandes partidos han hecho –o prometido pero no realizado- en el primer monumento de la provincia. La pregunta que surge inmediatamente es: ¿se busca realmente el bien común de Jaén, de sus gentes, o por el contrario lo único que se persigue es la destrucción del adversario? ¿Se desea de verdad –mejorar la Catedral, restaurar su soberbia fábrica, presentarla dignamente en un entorno adecuado para que sea merecedora del título de Patrimonio Mundial, o lo único que interesa es convertirla en arma arrojadiza para lanzarla contra el contrincante político? El politólogo francés Jacques Maritain, amigo personal de Pablo VI escribió que “el fin de la sociedad no es el bien individual, ni la colección de los bienes individuales de cada una de las personas que la constituyen. Semejante fórmula destruiría la sociedad como tal en beneficio de las partes”. De seguir en la misma dinámica, los políticos, en vez de servir al bien común de todos los ciudadanos, terminarán resquebrajando los cimientos de la sociedad porque no buscan sino su bien individual. Por eso, sería aconsejable que leyeran a Maritain, y redescubriesen el sentido último de su trabajo, que no es otro sino la vocación de servicio a la ciudadanía.
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