Libertad, ¿para qué?

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En 1921, el político socialista Fernando de los Ríos publicó “Mi viaje a la Rusia soviética”, libro en el que recogía las impresiones del viaje que, como miembro de la Comisión Ejecutiva del PSOE, había realizado el año anterior a la URSS para estudiar la posibilidad de que su partido de afiliarse a la Internacional Comunista. En esta obra, de los Ríos narra cómo al encontrarse con Lenin y departir con él, en un determinado momento le preguntó cuándo traería el régimen bolchevique la libertad para los ciudadanos. Al más puro estilo gallego, el dictador soviético respondió con otra pregunta: “Liberté, pour quoi faire?”. Es decir, “libertad, ¿para qué? Aunque desde 1789 la libertad se ha convertido en una de las palabras talismán del mundo contemporáneo, sobre todo europeo y occidental, no faltan gestos y actitudes que vuelven a repetir la pregunta de Lenin. Buena prueba de ello es la actitud que mantiene Izquierda Unida frente a uno de los derechos humanos fundamentales, como recoge en su número 18 la Declaración Universal de los Derechos Humanos: la libertad religiosa y el libro ejercicio de los actos de culto. No hace mucho, esta coalición pedía la supresión de la programación religiosa en la televisión pública nacional, olvidando, quizás, que la retransmisión de la Santa Misa por la 2 es el programa que más audiencia tiene de toda la parrilla que ofrece Televisión Española. Este envite quijotesco contra los molinos de viento de sus obsesiones anticlericales trasnochadas ha sido contra los programas religiosos televisivos, no contra tanto programa basura como se ve en las pantallas de televisión, que rebajan, por no decir degradan, el nivel intelectual y moral de quienes contemplan ese tipo de emisiones.


A través de los medios de comunicación se difunden iniciativas provenientes de esta coalición sobre supresión de símbolos religiosos, profundización en la laicidad del Estado, control de la economía de la Iglesia, y otras medidas que presuntamente favorecen el progreso del país. Más recientemente, Izquierda Unida ha dado otro paso adelante en la consecución de más cotas de “libertad” al proponer que se incorpore en sus estatutos que los cargos públicos no participen en actos religiosos representando a las instituciones. La actitud correcta de un político, como la de cualquier ciudadano, debe ser siempre la de máximo respeto por el ordenamiento jurídico del Estado. En el caso del hecho religioso, la Constitución de 1978, en su número 16, reconoce y protege la libertad ideológica, religiosa y de culto, desde el principio de la aconfesionalidad del Estado, que no impide la relación de las instituciones públicas con las distintas confesiones religiosas por el bien de la sociedad. Una sociedad, no lo olvidemos, en la que más de un 70% de la población se reconoce católica, y que dudo que en aras de una pretendida modernización democrática admita que sus creencias tengan que expresarse sólo en las catacumbas, mientras que a cualquier colectivo, por insignificante que sea, se le reconoce el derecho de jalear sus consignas en los espacios públicos.


Casi un siglo después, como demuestran las iniciativas de la mencionada colación, la pregunta gallega de Lenin sigue en vigor: “Libertad, ¿para qué?” Y es que las raíces ideológicas son las raíces ideológicas, y a poco que te descuides, afloran.

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