Sobres y convolutos

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Hace unos años, a finales de los 80, el entonces embajador de la República Federal Alemana en España, Guido Brunner, enriqueció el rico acervo lingüístico español con una palabra: “convoluto”. El vocablo, de origen latino (convolutum), no figura en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, pero sí se usa con frecuencia en su derivación alemana (konvolut). Brunner, el orondo embajador teutón que “puso en valor”, como dicen machaconamente nuestros políticos, el “convoluto”, lo usó para intentar explicar su participación en un fraude, uno de tantos, de la historia de España, la pasada, la reciente, la presente… y si no se pone remedio, también la futura. En 1988, la empresa automovilística SEAT obtuvo unas licencias urbanísticas que hasta ese momento se le habían resistido.

El hada madrina que consiguió el cambio de fortuna para SEAT tenía nombre femenino: peseta, que en cantidad de 150 millones cambió voluntades placenteramente para que se pudieran urbanizar terrenos que hasta entonces, sin el toque de la varita mágica de la peseta, no podían ser recalificados. Y Guido Brunner fue el negociador de tamaño milagro, que de hecho sobrenatural tenía poco, y sí bastante de chapuza ordinaria. Sorprendido in fraganti, al otrora embajador alemán no le quedó otro remedio que calificar de “convoluto” –sobre, paquete, envoltorio- el maletín de billetes que se llevó como conseguidor de la recalificación de terrenos para SEAT. Fueron tiempos aquellos, y los siguientes, en que políticos y altos cargos del Estado metieron la mano en las arcas públicas, sin importarles que fuese en el dinero de los huérfanos de la Guardia Civil o en partidas presupuestarias de sanidad.

Todavía no se han llegado a conocer en profundidad los tejemanejes que se montaron alrededor de la Expo del 92, las concesiones del AVE junto con la compra de trenes de alta velocidad, o la recalificaciones urbanísticas en Barcelona relacionadas con la celebración del Fórum de las Culturas, en 2004. Y eso por citar una mínima, exigua parte de lo que se conoce o intuye, sabiendo que en esto sucede como en el iceberg: lo que se ve es un porcentaje ínfimo del total. Es preocupante que una sociedad que ha asistido atónica a la versión contemporánea de los robos del Tempranillo y Luis Candelas, que han cambiado la manta serrana al hombro por el traje impecable del servidor público, se resigne a continuar viendo volar impunemente los sobres de dinero negro para pagar a políticos, y parezca no hacer nada mientras contempla estupefacta a destacados dirigentes de todo el arco parlamentario llevarse al extranjero cantidades ingentes de dinero, a ver si, como cobayas financieras, se multiplican y crecen mejor con el frío de Suiza y Andorra, o con el calor de las Islas Bermudas.

Mientras el paro roza ya los seis millones de desocupados, nuestros políticos se enfangan en descubrir las vergüenzas de su adversario, en un medido ritual en el que mutuamente se esparcen podredumbre moral con luz y taquígrafos, sin poner los remedios necesarios para regenerar éticamente a una sociedad aquejada de muchos males morales. Ahí está la inexplicable demora de la Ley de Transparencia que, varada en el Congreso, no sale adelante porque los partidos, quizás, prefieran la opacidad de sus maniobras financieras, de las que resultan unos sobres de dinero bien abastecidos, o unos “convolutos” a los que no están dispuestos a renunciar.

Lleva razón Benedicto XVI: en el origen de la actual crisis económica hay una crisis de valores, una crisis moral. Pero no es la única. Hay otra crisis previa: la de una democracia que no es capaz de sanar en raíz la pertinaz e impertinente enfermedad de la corrupción.

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