Los años pasan como todo en esta vida. De una forma rápida y efímera, haciéndonos recordar cómo han echado a volar todos ellos, cómo han huido de nosotros, dejándonos ser nuestra mejor esencia, enseñándonos la cara y la cruz de nuestros días, pero siempre sacando el lado positivo al lado oscuro de las cosas, pintando en nuestro rostro de esta forma sonrisas sinceras de melancolía. Quizás deberíamos ser inmortales. Saber que nunca vamos a sufrir la pérdida de nadie, ni siquiera ver sufrir la nuestra. Porque la vida viene y va, como un barco que se deja llevar por la marea, que baila al compás de las olas y que encuentra sus directrices en mar abierto. Y así somos, fieles a todas esas personas que nos rodean, siguiéndolas en su rumbo y bailando al son de la vida. Y quién sabe si mañana todo dará un vuelco, si mañana las cartas te marcan otra jugada, si el norte se vuelve sur y yo pierdo ruta. Quién sabe si tendremos que medir los pasos que damos, si alguien decide marcharse antes de tiempo, si una pequeña piedra se vuelve una montaña que escalar, si seremos capaces de afrontar lo que viene. Que todo tendría que estar escrito y nosotros ser los narradores de nuestro propio cuento, siempre teniendo opción a escribir un nuevo final. Teniendo intriga por lo que viene después pero viviendo el presente como si no existiese el mañana. Con ganas de más, siempre de más. Y que nunca las perdiésemos. Que no tenemos que ser conformistas, porque el ser humano se creó para superarse. Superarse a sí mismo, no para superar a los demás. Porque nunca debemos pisotear a nadie para llegar a ningún sitio. Que si llegamos, sea por cómo nos hemos superado personalmente, sabiendo que de todos tenemos algo que aprender, porque nadie tiene la verdad absoluta, ni siquiera estas líneas que hoy nacen con la idea de hacerte reflexionar. Así que tómalas como un regalo y únelas a las tuyas, ya tienes la combinación perfecta para empezar a pensar qué estás haciendo ahora para poder ser mañana.
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