Notas de un lector

De la tierra y de la vida

Con un verso firme y apoyado en su mayor parte en el ritmo endecasílabo, el sujeto lírico va conformando una madeja de acordanzas, de íntimas reflexiones

Esa máxima machadiana de que la poesía es un “diálogo del hombre con el tiempo”, mantiene su sobresaliente impronta un siglo después. La sentimentalidad de la palabra, su carácter renovador ysu eviterna aspiración de perdurabilidad,reforzaron también los postulados del vate sevillano.

Y vienen hasta mí estas antiguas -y vigentes- premisas, tras la lectura de “Trabajan con las manos” (Raspabook. Murcia, 2017) de Pascual García (1962). Y lo hacen, al hilo de una voz enraizada en la verdad, en la solidaria fusión del Hombre y la Naturaleza. Con un verso firme y apoyado en su mayor parte en el ritmo endecasílabo, el sujeto lírico va conformando una madeja de acordanzas, de realidades, de íntimas reflexiones.

La tierra como metáfora del ayer y del mañana, de cuanto ofrece vida y dicha, de cuanto genera dolor y desolación, se torna protagonista de este volumen de amor y sacrificio: “El hombre que trabaja con sus manos/ lleva el alma en la punta de los dedos/ y cava zanjas en la tierra seca,/ poda los árboles de otoño, sueña/ con herramientas y suda las horas/ que transcurren tan lentas, tan espesas/ como el invierno, el frío y la nostalgia”, escribe Pascual García en el poema que da título al conjunto. Y en el que añade: “No camina, se eleva/ sobre la senda, llora en el trayecto,/ tiene frío y hambre cuando llega/ a la casa de todos, a la mesa/ donde lo aguardan con el vino dulce”.

Hay en estas páginas un sentido virgiliano de la naturaleza y un tono existencial que conjugan de forma efectiva y eficaz. El escritor murciano sabe extraer de lo cotidiano un material de sólida sustancia y esenciarlo de cara al lector. Su poemario “Alimentos de la tierra”, editado en 2008,ya se abría con un bello poema, “La tierra nos pertenece”, que se iniciaba así: “El agua de la acequia nos bautiza/ y empapa la tierra como un regalo./ Crecemos entre las ortigas ásperas,/ las amapolas, las lilas, los árboles”.
Esa dicotomía amarga y venturosa se manifestaba, pues, tiempo atrás. Y ahora, se amplía y se completa en estos nuevos poemas que despiertan las “azadas fatigosas”, que cultivan “los años del miedo y del trabajo”, que renuevan “los sembrados de mayo/ y la luz del alba”, que rezan “al poderoso dios de los olivos”…

     En su prólogo a la reedición de “Las cosas del campo” (1975), José Antonio Muñoz Rojas anotaba: “… el campo saca incansables bellezas escondidas y acumuladas, las renueva y ofrece sin tasa a los ojos y al alma de quienes quieren gozarlas”.

Desde esa óptica, pueden leerse los sugerentes poemas de Pascual García, quien cincela en ellos un verbo depurado, un verso luminoso. Aun en el envés de los textos más desconsoladores -cuánto sincero y duro desgarramiento en la elegía paterna, “Irredento”- hay, sin embargo, un espacio alumbrado por los elementos comunes de la madre naturaleza. Elementos, en suma, con los que el poeta embellece y realza el rostro más negro que esconde nuestro derredor: “Amanece el cielo todos los días,/ junto a ellos y con ellos se erige/ el misterio del sol como un regalo/ de la tierra. Sus manos y sus ojos/ inauguran la vida y la luz, prenden/ el fuego del hogar, nombran la casa”.

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