Notas de un lector

Cuando muere un mago

Anna Ahman (Suecia, 1946) en su primera y hasta ahora única novela, se devuelve a la niñez con añoranza y desafecto

La memoria selectiva del damnificado naufraga en ocasiones. O se disfraza de lenitivos sujetos a una fragilidad conmovedora. Esto último le sucede a Anna Ahman (Suecia, 1946) en su primera y hasta ahora única novela, en donde la escritora se devuelve a la niñez con añoranza y desafecto. Términos contradictorios, sí, y que definen a la mujer en que Sara niña, el alter ego de Ahman, va a ir mutándose a lo largo de su biografía novelada.

En efecto, “Cuando muere un mago”  (Hiperión. Madrid, 2016) es un relato autobiográfico y doloroso. Ahí aparece un mundo real voluntariamente difuminado por ese otro espacio onírico dentro del cual Sara anhela reconstruir su vida y recrearse a sí misma. Lo dramático radica en que Ahman no está dispuesta a ceder su sitio, y se hace omnipresente a golpe de recuerdos vívidos, precisos, y los describe con equilibrio y frialdad, hasta ponerlos a punto para desarmar la fibra sensible del lector.

     La sugerente prosa lírica con que se busca recubrir lo que se está contando sólo ayuda a dejarlo más en carne viva. Capítulo a capítulo (tratados de modo calidoscópico, alternativos en el devenir), Sara va pasando de la infancia a la adultez con un deje de amargura incontrolado. La niña mariposa se decanta hacia la edad madura en un abrir y cerrar de alas, hasta revertir en loba, hasta lograr dejar atrás, ¿ya derrotada?, su hiriente experiencia.

     Los contrapuntos de “Cuando muere un mago” son la figura del padre, rayana en lo repulsivo, y la de la madre, negligente hasta la extenuación. El supuesto mago, Papá, alcohólico irredento, tiene de mágico lo que la imaginación benévola quiera otorgarle. Quizás hay un momento en que Sara lo mira y lo huele como un ser acogedor, sentada en sus rodillas, o cuando él le revuelve el pelo con una mano enérgica. Al cabo, y sin paliativos, “P como en Padre se convierte en Pánico y S como en Sara se convierte en susto”. Y con el transcurrir del tiempo, “ella siente la fuerza de un animal de presa para defender a la mariposa. Sí, tiene miedo, pero está harta de tener miedo. Por eso ha venido hoy con él”. De la madre, únicamente hay que considerar que la niña opta por no acudir a su entierro. ¿Y de una posible salvación? Tampoco parece encontrarlo en Óscar, insinuado amor verdadero implícito en un amor carnal de difícil aceptación después de los abusos incestuosos sufridos en la infancia. Y en un  bucle in extremis de la implacable realidad, Anna-Sara doctora en psiquiatría infantil acaba en el sanatorio, orinándose y coleccionado en un  cofrecillo uñas que arranca de sus dedos. Aun con tanto daño a cuestas, no deja de recurrir a la ironía: “Hay muchas ventajas de vivir sin un  hombre, pero lo echas de menos cuando se estropea el coche.”

      Anna Ahmann lo ha confesado en público: “Sara surgió de mi interior. Su historia era más terrible que la mía. Los sentimientos eran los mismos.”

     Uno piensa que la novela pudiera haberse escrito en verso, tan extrañamente poética como resulta. A ello ayuda la traducción muy esmerada que del texto hace Julio Ferrer (1944) -también su prologuista-, entomólogo, ciudadano sueco desde 1970, y amigo de la autora.

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