Escribo estas líneas, apenas unas horas después de saber de la muerte de Nicolás del Hierro (Piedrabuena, Ciudad Real, 1934).
Hace tan sólo una semana, recibí su último poemario, “Nota quisiera ser de cuanto sueño” (Lastura. Colección Alcalima. Madrid) y, con él, había vuelto a disfrutar de su verso cálido y cadencioso. Ahora, que lo releo, que me abrigo con su palabra ensimismada y solidaria, me cuesta creer que se nos ha ido un hombre generoso y cómplice, un poeta de mirada certera y verbo iluminado.
En 2014, vio la luz “El color de la tinta”. Poesía 1962 – 2012”, un volumen que celebraba sus cincuenta años al pie de la lírica y que recogía una jugosa muestrade sus treinta poemarios editados.
Repasando, de nuevo, aquel volumen, he vuelto a comprobar la vital dicotomía que signaba su quehacer: espacio y tiempo, expuestos como testimonio fehaciente de su pasión poética, de su domino métrico,del equilibrio emocionado que desborda el alma lectora.
En el cántico de Nicolás del Hierro, el verbo se torna sensible y renovador, y fluye límpido por las venas, porque llega impregnado de sensualidad, de sentimentalidad, de humano vitalismo. Con estas premisas, nace y crece -también- este nuevo libro postrero, que se afianza en el peso de la verdad, en la hoguera de la finitud y del amor: “Solo soy lo que soy./ Sólo y únicamente/ la integridad del verso/ donde plasmo mis más crudos temores,/ representa la esencia de mi yo./ A nadie puedo darle/ el ansia que me anima y me devora,/ la lucha que derrota mis sentidos / ni el clamor de la sangre/ que alimenta mis sueños”.
Como en anteriores entregas, la realidad de su verso se posa, una vez más, en los sentidos, en los anhelos, en los misterios, en los nombres y en las huellas que reclaman luz y certidumbre: “Estoy seguro/ de no vencer en esta meta:/ pero soñar es la esperanza/ de que el milagro se produzca”.
Su poesía, íntima y sugeridora, está impregnada también de meditación, de esencialidad, de dicha y desamparo, y su discurso se ilumina mediante un ardoroso ímpetu que remite a la nostalgia, a la esperanza, al silencio, al adiós…: “Puede que, cualquier día,/ amanezcamos en las sombras,/ envueltos entre sombras,/ como si todo fuera nada”.
Dividido en dos partes, el libro se inicia con un confesional preludio, que bajo el título de “Manchado y gris”, resulta explícito en cuanto a sus intenciones: “Otea el horizonte la vida,/ y la actualidad no ofrece/ sonrisas por la calle (…) El hombre, pueblo llano,/ se vistió esta mañana con la humilde/ camisa de la espera y la esperanza”:
Como coda, “Mi parcela mayor”, un soneto final, que apuntala la inquietud del yo lírico: “Una duda me atrapa, se hace centro/ de la eterna parcela en su cultivo:/ el Más Allá, que intacto me sucede”.
Muy solos nos dejas, amigo Nicolás, a pesar de estos soles de enero que quieren alumbrar tu despedida. Te nos vas, poeta, y cuesta decirle adiós a tu grandeza humana. Queden latiendo, para siempre, tus versos.
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