Notas de un lector

Navidad de versos

Un repaso a las principales novedades editoriales de fin de año

La décima edición del premio “Ciudad de Pamplona”, tuvo en el poemario de Tomás Hernández Molina “174517 (El corazón del pájaro)” merecido reconocimiento.
Este jienense -nacido en 1946 y con residencia en la costa granadina- justifica en su epílogo su enigmático título: “En marzo de 1944 Primo Levi llegó a Monowice, uno de los campos de exterminio del gran complejo carcelario de Auschwitz. 144517 fue el número de registro que tatuaron en su antebrazo izquierdo. Lo llevó hasta el día de su muerte. Titulo así este libro como homenaje a Primo Levi”.
Desde esta premisa, pues, se vertebra un volumen por el cual desfila el dolor, el desconsuelo, la tristura de un tiempo abominable, pero humano. Porque las víctimas y los verdugos que protagonizaron tal atrocidad eran seres de carne y hueso que, aún hoy, y siempre, serán ejemplo de barbarie.
Estas vidas rotas, estos cuerpos quebrados, estas almas comunes camino de la muerte, se tornan protagonistas de unas páginas que destilanel sabio decir de un poeta que modula con rigor su verso, que vuelve emocionado y límpido el relato de tantos hombres y mujeres que perdieron trágicamente su existencia: “No es la crueldad la esencia del terror,/ duele más la vileza del insulto;/ el látigo, la fusta, la bota, la culata”.
Detrás de tanto desamparo, brilla, pues, sin sombras ni frivolidades, un libro estremecedor y solidario, revelador y profundo: “¿Dónde miraba Dios cuando los niños/ entraban divertidos en las cámaras?”.

   El XXXVI premio hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jimenez recayó en su última convocatoria en “El viento sobre el agua” (Col. Autores Premiados. Huelva, 2016) de Santos Domínguez.
Este cacereño del 55, con una obra ya dilatada y reconocida con muy diversos galardones, ofrece en esta entrega un cántico espejeante y emotivo donde la ceniza y la dicha resplandecen por igual frente al reverso de los días. Desde el silencio de la sangre o desde la algarabía del corazón, se van sucediendo los prodigios que giran en derredor del ser humano. Al hilo de una Naturaleza de constante presencia, Santos Domínguez inventaría las “violetas marchitas”, la rama desnuda del invierno”, “la llama azul de un pájaro”, “las arboledas lentas”…, para hacer volar hasta el alma todo aquello que nombra y revela el paisaje interior: “Huellas y cicatrices,/ retazos que el tiempo escribe en la pintura/ con la caligrafía secreta del misterio”.
El silbo de las sombras, la terca querencia de las estaciones, la imaginaria luna que contempla y rasga la existencia, se asoman, también, por esta cartografía laberíntica que incita a la reflexión, y que se reescribe en las letras marcadas de un tiempo mortal, “en las sílabas negras de una lápida fría”.
Una muestra más, en suma, del riguroso quehacer de un poeta mayor y perdurable.

Con “Épica de raíles” (Devenir. Madrid), obtuvo Verónica Aranda el premio internacional “Miguel Hernández. Comunidad Valenciana 2016”. Con un decena de poemarios en su haber, la poetisa madrileña (1982) vuelve a cruzar el umbral de su íntimo lirismo con un decir que aproxima al lector a un cálido y sensorial universo.
Sin máscaras ni incógnitas, su certidumbre contempla escenarios que nacen en su interior y que se orillan al filo de sus párpados (“Selva, explosión de luz,/ ardillas grises en los merenderos”) y que dibujan las palabras, las caricias, las lluvias, los campos, las palomas…, o lo que es lo mismo, los límites dorados de un tiempo que se sostiene “como quien ha palpado la intimidad del mundo”.
Dividido en cuatro apartados, “Selva”, Épica de raíles”, “Canícula” y “Azul glaciar”, Verónica Aranda bordea el mapa de cuanto surge y muere tras de sí y enciende con la luz de los sentidos un nostálgico pasado, un cromático presente por el que vancruzando lo trenes silentes del mañana. A solas con su propio conjuro, se sabe demiurga y pobladora de un puñado de soledades donde el olvido no es de todos, sino destino para los que sólo descreen del bálsamo de las palabras.
Un libro, sí, que confirma una voz sólida y nómada, fértil y multicultural: “Toda patria es exilio/ y nadie puede acariciar sus ruinas”.

     Tras la publicación el pasado año de “Las ramas del azar” -galardonado con el premio “Adonáis” y poco después con el nacional de poesía joven “Miguel Hernández”-, Constantino Molina (1985) da a la luz “Silbando un eco extraño” (Hiperión. Madrid, 2016) merecedor del premio “Valencia” InstitucióAlfons el Magnanim.
En esta ocasión, el vate albaceteño delimita las líneas de su quehacer mediante un diálogo meditado con el prójimo, con la cotidiana verdad que pulsa desde su interior cartografía.
Articulado de manera unitaria, el volumen gira en torno a un yo lírico que se sitúa en un tiempo y un espacio reales desde donde hilvana con sobrio pensamiento y dócil sentimiento las deshoras que derrama la vida misma: “He llegado a un lugar/ en el que sólo puedo ya decirme/ de una sola manera (…) Yo tan sólo me asombro,/ escucho y miro. Canto y lo celebro”.
Una amplia diversidad temática recorre el conjunto, y así, el lector podrá disfrutar de unos versos -muy bien ritmados y plenos de musicalidad- que se detienen en, “en los ojos del cielo”, en “el mirlo”, en “la mujer azul”, en “el vuelo del delfín”, en “un pino caído”… y que se dejan ganar por la mirada lírica e hímnica del poeta.
Un poemario, al cabo, de precisas formas y bellas figuras, ajeno a recovecos o artificios, puro en su vitalismo y honesto en su certidumbre: “Hacia un lugar sin nombre me dirijo,/ y camino, desnudo como el aire,/ silbando un eco extraño”.

“Otro cielo” (Rialp. Col. Adonáis, Madrid, 2016), supone el bautismo lírico de Santiago de Navascués(Pamplona, 1993), que le sirvió, además, para alzarse con el premio “Alegría”.
Unafluida dicción, aderezada con una sabia cadencia rítmica, proclaman el sencillo misterio de una poesía que habla por sí sola y que batalla por ser comprensible y comprensiva: “Cuando nieva, el mundo es un museo/ de alegres bodegones plateados (…) Las calles empapadas te recuerdan/ que el cielo se derrumba, y es contigo”.
Atravesado por el “Viento del Norte”, el “Viento del Sur”, el “Viento del Este”, el “Viento del oeste” y los “Puntos cardinales”, el volumen avanza de manera sobria y decidida en pos de una realidad abarcadora, presentida, que no borre la memoria de cuanto fue aire feliz, ni convierta en desdichada noticia los futuros amaneceres. El mundo pareciera un puzle cuyas piezas brotan frente a la verdad del amor, frente a la luz sagrada del ocaso: “Abrir una ventana es descubrir/ las vidas invisibles de los otros”.

     El fulgor de una conciencia común, el sol que se consuma como un capricho de la noche, las lágrimas que son desahogo y consuelo…, palpitan y se orillan junto al imaginativo entendimiento de un libro más maduro que primerizo, más hondo que sencillo: “Mi antigua casa./ En sus cuartos vacíos/ aún me escondo”.

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