Notas de un lector

Mapa del exilio

Desde que en 1984 viera la luz “Dublín, entre el mar y la sangre”, la obra de Coriolano González Montañez ha ido creciendo de forma coherente y sostenida

Desde que en 1984 viera la luz “Dublín, entre el mar y la sangre” -con el que obtuviera, a sus diecinueve, años el premio Félix Francisco Casanova- la obra de Coriolano González Montañez ha ido creciendo de forma coherente y sostenida. En “El viaje (poemas 1984 – 2000)”, compiló su obra editada hasta entonces. Entre  “Las montañas del frío”, editado en 2005, y este “Mapa del exilio”-galardonado con el premioPedro García Cabrera-otros cinco poemarios han refrendado su quehacer lírico.

González Montañez, tinerfeño del 65, que alterna su labor docente como profesor de Literatura con la de crítico y poeta, anotaba en el poema que servía de coda a su libro “Otra orilla”:  “Escribir es un ejercicio de soledad y de dolor. Pues cada palabra es nuestra y sólo a nosotros nos corresponde la condena de sostenerla. Nadie puede acompañarnos. Escribir es un ejercicio de delirio”.

     La lectura de los nuevos versos de Coriolano González  me han traído a la memoria aquella rotunda confesión. Porque al hilo de estas páginas se adivina la verdad y la lastimada conciencia con la que el vate isleño va trazando la llama de su existir. Desde su misma desnudez vital, sus gestos y sus latidos hallan refugio en un decir que inunda los ojos de ayer, que ilumina la mirada de nostalgia, que bebe en la íntima remembranza: “El peine de mi abuela se conservó./ Al fondo de la gaveta,/debajo de cepillos de dientes,/ de trabas, de maquinillas./ Lleno de polvo./ Cuando lo cojo y me peino/ mi abuela se peina conmigo”.

El volumen se vertebra sobre una contenida emotividad que va retratando los anhelos, las pérdidas, las angustias, las dichas…, que surcan la cotidianidad de un yo poético que se afana en dar cuenta de un pasado familiar que nombra, añora y reconoce: “Soy portador de la memoria/ de seis generaciones”.
Del baúl de ausencias cuya llave el poeta guarda entrelazada al corazón, van saliendo instantes de pena y de belleza  que se dibujan como inventario de un tiempo y de un espacio irrecuperables, pero que al mismo tiempo han servido como lección de vida: “Siempre hay una partida,/ una perdida, un desgarramiento./ Algo queda atrás (…) Siempre hay alguien que parte y otro que ocupa su lugar”.

      Con una dicción fluida y eficaz, Coriolano González sabe cómo mantener la tensión lírica. Su verso produce pesadumbre y desconsuelo, a la vez que libertad y redención.
El poeta asume su condición mortal a través de los familiares que han ido desapareciendo, pero sobre todo a través de la figura paterna, a la que memora con emoción y certidumbre: “Hoy hace diez años que moriste./ No es un aniversario distinto/ porque la cuenta ya no es necesaria (…) Diez años no son nada para la muerte./ Es un no-tiempo./ Pero tú te alejas cada vez más/ y yo me acerco sin remedio a ti”.

     Las preguntas que surgen al par de estas personales reflexiones -“¿Existimos en la medida en la que alguien nos reconoce?”- no hacen sino acrecentar los perfiles y los aromas más hondos que afloran en el sentir de este mapa del exilio y de la poesía más sincera: “¿Dónde he dejado el paisaje de la memoria?”.

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