Notas de un lector

El imperfecto cielo concedido

Con su acostumbrado esmero, Polibea incluye un nuevo título en su colección el levitador: “El imperfecto cielo concedido”, de Marta Fuentes.Esta madrileña del 71, suma así su segundo poemario, y retorna, tras un silencio de más de quince años

Con su acostumbrado esmero, Polibea incluye un nuevo título en su colección el levitador: “El imperfecto cielo concedido”, de Marta Fuentes.Esta madrileña del 71, suma así su segundo poemario, y retorna, tras un silencio de más de quince años, a la senda lírica que iniciase con “Servidumbre de vistas”.

     Tal y como reza la “Nota Aclaratoria”, los poemas aquí recogidos fueron escritos durante la estancia de la autora en Delhi, Estambul y Fez. Tres ciudades, en las que el verso de Marta Fuentes se detiene de manera honda y pausada. En ellas, por ellas y desde ellas, pasea su límpida mirada tratando de asir sus ojos a tan diversos territorios y protagonistas. Tiempo atrás, Fernando Pessoa dejó escrito que, “La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”; y tan certera aseveración conjuga en buena medida con el espíritu poético que respiran estas páginas en las que el lector será cómplice “de precipicios y de floraciones”, de “hombres que convocan al león y la gacela”, del “rumor de una nube de liquen/ traspasando la jungla suspirante”, de “la luz corpórea de una tumba/ de estrella-persa-paraíso”…

Anota en su prefacio José Luis Gómez Toré  que “la poesía de Marta es un lento aprendizaje del difícil, imprescindible oficio de contemplar el mundo”; y añade que sus “versos despliegan paisajes mentales, casi como galerías y jardines machadianos, que sin embargo huelen a realidad”. Sin duda que ese anclaje con lo que acontece en su entorno, con la verdad viva y vivida de cuanto la rodea, deviene en un discurso pleno de certidumbres, en el que destaca la búsqueda incesante de una esencialidad lingüística que dote a los poemas de tensión y fulgor líricos.
Dividido en dos apartados, “Donde llora el sufí” y “El corazón intramuros”, el volumen se ovilla en una suerte de inquietante melancolía, de luminaria nostalgia, en la que la acordanza quiere ser testigo principal de este itinerario almado: “Que no llegue el olvido a vaciar/ su nieve en los puertos,/ que no oxiden el aire/ ornamental las gaviotas;/ quédese la seda de mi memoria/ dormida como la grieta naciente/ en el cuarzo y esperen las alas/ del ángel a entibiarse y la tarde/ aguarde su caída al oeste./ Nada pase, y se ulcere mi dolor/ en agua turmalina;/ caiga esta lágrima/ en el mimbar del sol”.

     A lo largo y ancho de estos textos, hay un afán de trascendencia, un anhelo de compartir una hilera de corazonadas experiencias, que no sean tan solo el retrato en sepia de cromáticas y sugestivas estampas extranjeras. Ese deseo, acaba siendo virtud, pues su intención culmina en un cántico desnudado de oropeles y envuelto en un halo de sonora autenticidad: “Hazte, poema:/ traspasa la balanza sensible del azahar,/ la poza del bautismo bajo la sinagoga,/ el huerto deíctico de los rosales,/ la gota de lluvia en el nicho encalado./ Hazte, poema. Sé la profecía y su fruto:/ traspasa la imagen, remóntame”.

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