San Fernando

La historia negra de la Carraca

San Fernando y Málaga pueden ser considerados como dos de los Auschwitz españoles, dice Miguel Ángel Vargas.

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La intención era –y sigue siendo- organizar un homenaje a los gitanos que murieron en el arsenal de la Carraca, en San Fernando, como localidad más próxima al origen de la reivindicación. Pero no fue posible quizá porque no se dirigió a las instancias pertinentes, la Armada España o el Ministerio de Defensa, donde posiblemente hubiera obtenido una mejor respuesta que en los organismos que gestionaron el Bicentenario del Diez y del Doce. A los que, además, llegó tarde.

Pero la idea sigue en pie y Miguel Angel Vargas Rubio, gitano y licenciado en Historia del Arte, mantiene su intención de que ese acto se produzca para rendir homenaje a un hecho olvidado, poco reconocido en los libros de historia y hasta un poco paradójico en la fecha en que se produjo, la Ilustración.

El arsenal de la Carraca ha sido en varias épocas de la historia, una cárcel para personas ajenas al estamento militar y a la construcción naval y una de las veces fue cárcel y muerte para uno de los colectivos más perseguidos en la historia de España desde el siglo XVI. Desde la primera gran redada que tuvo lugar en tiempos de Felipe II, usada para reponer la pérdida de remeros en la Batalla de Lepanto con especial hincapié en la captura de gitanos, a una segunda redada en 1637 con el mismo fin, aunque en ambas apenas fueron condenados a galeras un millar de gitanos. Y decir apenas tiene sentido si se tiene en cuenta la tercera gran redada, la Gran Redada.

Entre 9.000 y 12.000 gitanos, entre los que fueron apresados y los que ya estaban encarcelados, fueron arrestados, separados los hombres mayores de siete años de las mujeres mayores de esa edad, con el fin de evitar la procreación, lo que se interpreta como una verdadera operación de exterminio de este pueblo en la península ibérica.

La Gran Redada fue la que salió bien, la que se llevó a cabo, porque anteriormente hubo intentos de realizar movimientos similares que no fructificaron. La pragmática del Felipe V, que teóricamente pretendía sedentarizar a los gitanos confinándolos en un número determinado de poblaciones españolas, dio paso a una ampliación de las ciudades por decreto de Fernando VI y degeneró en una serie de irregularidades y problemas que dejaron clara la improvisación de la operación, amén de la complejidad de separar a gitanos “productivos” de los presumiblemente conflictivos. Y tanto por la similitud de sus apellidos como por el escaso asentamiento administrativo, terminaron deteniendo a los que no debían y dejando libre a los debían detener. Aunque esa sólo fue la consecuencia del caos, no la intención subyacente.

Lo que quiere de Miguel Ángel Vargas no es sólo denunciar lo ocurrido en esos tiempos sino reivindicar el papel que han tenido los gitanos españoles -obligados o voluntariamente; en tiempos y de paz y en tiempos de guerra- en la Historia del país en el que se asentaron.
“A mí nadie me ha hablado de los gitanos ni en el instituto ni en la universidad, ningún gitano conoce su historia en la escuela”, dice explicando el verdadero sentido de ese homenaje que pretende.

Ausentes de la Historia
“Los gitanos no cuentan en la historia oficial de España y eso implica que los mismos gitanos no sepamos de dónde venimos ni qué nos ha pasado. Hubo un proceso de exterminación de los gitanos en 1749, llamado La gran redada, en plena Ilustración y fue un momento de cambio en la historia de España y en la de los gitanos españoles. Aunque hasta ese momento había habido intentos de este tipo, aquel fue el único efectivo. ¿Por qué? Por una cuestión muy sencilla, porque el repliegue del ejército español hizo que España, por primera vez, tuviera la fuerza para llevar a cabo ese acto tan vil”, dice Vargas.

Es tal que piensa que San Fernando y Málaga pueden ser considerados como dos de los Auschwitz españoles, “como los nazis, obligando a los hombres a estar en El Ferrol, San Fernando y Almadén y a las mujeres en Málaga. Obligaron a muchas familias gitanas que ya eran vecinas, entendiéndose por vecinos que tienen casas, que son católicos… a ser esclavos del Estado español, no recuperando muchísimos de ellos su libertad hasta pasados 30 años, aunque también muchísimo perdieron la vida. Vivían encadenados y trabajando como calafates en la construcción de la nueva flota”.

Vargas Rubio reconoce que fue “un fracaso del Estado español en su objetivo de exterminar a los gitanos, porque si no yo no estaría aquí y un fracaso de los ministros ilustrados”. Lo curioso, dice, es que desde entonces hasta aquí no ha habido ningún reconocimiento oficial de esos hechos, aunque la “chapuza” se intentó remediar con un decreto de Carlos III en el que se reconocía a los gitanos como ciudadanos españoles.

Miguel Angel Vargas asegura que la visión de la historia española no es completa “y ni siquiera lo es la Ley de la Memoria Histórica, porque sólo reconoce a las víctimas de la Guerra Civil y la represión, pero no reconoce ni a los descendientes de gitanos, ni de moriscos, ni de otros pueblos”.

Aquella operación iniciada por el obispo de Toledo, Vázquez Tablada y continuada por el Marqués de la Ensenada, tuvo además otra consecuencia curiosa, explica Vargas. Los nobles, posiblemente poco proclives a las nuevas ideas de los ilustrados, se pusieron del lado de los gitanos –o en contra de los ilustrados, sencillamente-, aunque no defendiéndolos directamente sino haciendo suyas sus costumbres, sus vestimentas… como algo representativo de la idiosincracia española.

A través de tiempo se fue consolidando esa corriente y en la Guerra de la Independencia se usaba el caló (lengua gitana) por parte de los espías para evitar ser entendidos por los franceses y “como última consecuencia está la feria de Sevilla, donde se produce esa costumbre de que los ricos y los nobles se visten de gitanos y de gitanas. Lo que no es”.

El 30 de julio de 1749

El episodio más negro de la historia de los gitanos españoles comenzó el 30 de julio 1749 y la organización se llevó a cabo en secreto, y dentro del ámbito del Despacho de Guerra, según publicaciones rescatadas de diversos autores.

Esta institución del Estado absolutista preparó minuciosas instrucciones para cada ciudad, que debían ser entregadas al corregidor por un oficial del ejército enviado al efecto.

La orden era abrir esas instrucciones en un día determinado, estando presente el corregidor y el oficial, para lograr la simultaneidad de la operación. También se prepararon instrucciones específicas para cada oficial, que se haría cargo de las tropas que debían llevar a cabo el arresto.

Ni el oficial, ni las tropas conocían hasta el último momento el objetivo de su misión. Ambas órdenes iban introducidas en un sobre, al que se añadió una copia del decreto del nuncio, antes mencionado, e instrucciones para los obispos de cada diócesis. Esos sobres se remitieron a los capitanes generales, previamente informados, que escogieron a las tropas en función de la ciudad a la que debían dirigirse.

Las instrucciones estipulaban que, tras abrir los sobres, se mantendría una breve reunión de coordinación del ejército y las fuerzas de orden público locales (alguaciles, etc.).

Se sabe que en Carmona, por ejemplo, se estudió la operación sobre el plano de la ciudad, cortando las calles para evitar una posible huida. Tras los arrestos, se cruzaron los datos de los detenidos con los del censo de la ciudad y se interrogó a los detenidos sobre el paradero de los ausentes, que fueron arrestados mediante requisitoria a los pocos días.

Tras el arresto, los gitanos deberían ser separados en dos grupos: todos los hombres mayores de siete años en uno, y las mujeres y los menores de siete años en otro. A continuación, y según el plan, los primeros serían enviados a trabajos forzados en los arsenales de la Marina, y las segundas ingresadas en cárceles o fábricas.

Los arsenales elegidos fueron los de Cartagena, Cádiz y Ferrol, y más tarde las minas de Almadén, Cádiz y Alicante y algunas penitenciarías del norte de África. Para las mujeres y los niños se escogieron las ciudades de Málaga, Valencia y Zaragoza.

Las mujeres tejerían y los niños trabajarían en las fábricas, mientras los hombres se emplearían en los arsenales, necesitados de una intensa reforma para posibilitar la modernización de la Armada Española, toda vez que las galeras habían sido abolidas en 1748.

La separación de las familias (con el evidente objetivo de impedir nuevos nacimientos) fue uno de los rasgos más crueles de la persecución.

El traslado sería inmediato, y no se detendría hasta llegar al destino, quedando todo enfermo bajo vigilancia militar mientras se recuperaba, para así no retrasar al grupo.

La operación se financiaría con los bienes de los detenidos, que serían inmediatamente confiscados y subastados para pagar la manutención durante el traslado, el alquiler de carretas y barcos para el viaje y cualquier otro gasto que se produjera. Las instrucciones, muy puntillosas en ese sentido, establecían que —de no bastar ese dinero— el propio Rey correría con los gastos.

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