Me hubiese sentido hipócrita si no dedicara una de mis columnas al carnaval colombino, dado que estamos en pleno inicio del concurso de agrupaciones que comenzó el pasado sábado en el Gran Teatro. En este nuevo certamen de coplas, sólo 42 agrupaciones subirán a las tablas, siendo uno de los años con menos participación de cuantos yo recuerde y llevo más de 25 años siendo parte de esta fiesta. Está claro que las carnestolendas onubenses no pasan por su mejor momento y la dedicación y el entusiasmo de quienes la dirigen no son suficientes para sacarle partido a un producto en bruto, que a pesar de sus más de 30 años, aún está por desarrollar. En su larga historia, esta fiesta siempre se ha encontrado en tierra de nadie, mejor dicho, en tierra de unos pocos; ni el Ayuntamiento, que jamás tomó las riendas y sólo asumió costes, ni los propios carnavaleros, ajenos casi siempre a los entresijos, sin voz ni voto, han logrado levantarla, encontrándose a merced de voluntariedad, que a estas alturas, ya no es suficiente. Esta fiesta se ha ido cerrando cada año, blindando sus normas, asegurando su privacidad a los propios incompetentes que la manejan, por puro protagonismo, sin que les importen las consecuencias que ya están viviéndose. Lo triste de todo es que muchos onubenses viven esta fiesta con gran intensidad, siendo para ellos un estilo de vida, que disfrutan cada día del año y sería una perdida irreparable que tantos años de historia cayeran en el olvido por dejadez y despreocupación. Es ahora, en estos tiempos tan controvertidos para los carnavaleros, en los que el Ayuntamiento debería de una vez por todas asumir su parte de responsabilidad y recoger el testigo que los propios implicados han sostenido, con mayor o menor acierto, a lo largo de estas más de tres décadas y volver a recuperar la esencia con la que se comenzó.
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